Pep Doménech, que corrió la edición del maratón Valencia Trinidad Alfonso de 2016 con el dorsal 14.802, ha ganado la segunda edición del concurso literario "Crónica de tu maratón", con su artículo «Tres maratones y 26 kilómetros después».

El galardón ha sido concedido por la Asociación Española de la Prensa Deportiva en Valencia (AEPD Valencia), que ha informado de que el segundo puesto ha sido para la crónica «195 metros y pico», de José Miguel Campos (dorsal 9.468).

El ganador recibirá, entre otros premios, una inscripción gratuita para la edición del maratón en 2017 y el jurado ha estado integrado por el responsable de comunicación de la Fundación Trinidad Alfonso, Julián Lafuente, el periodista de la Agencia Efe, Alfonso Gil, y los integrantes de junta directiva de la AEPD en Valencia.

Paco Nadal, presidente de la AEPD, ha felicitado a los corredores que han participado en «Crónica de tu maratón» y en especial a los dos ganadores de esta convocatoria de redacción periodística.

Asimismo, ha destacado la posibilidad de participar en un acontecimiento como el maratón que llena anualmente Valencia «de historias personales que hablan de deporte y también de retos, de esfuerzo, de superación y de ilusiones», concluyó.

ESTE ES EL RELATO GANADOR

Tres maratones y 26 kilómetros después

Si hay algo que he comprendido después de muchos años calzándome las zapatillas casi a diario es que el maratón no es una prueba más, es casi (o sin el casi) una manera de entender la vida. Como a tantos y tantos apasionados de esto que los modernos llaman "running", los 42 kilómetros y pico me han enseñado a sufrir, a perseverar, a disfrutar con cada reto conseguido y a soñar. También me han demostrado que nunca estás suficientemente preparado, que tenerlo todo previsto es casi imposible y que hacer demasiados planes de futuro no siempre tiene sentido. Normalmente conocemos la teoría, sabemos cómo son las cosas pero un día algo hace ´click´, entonces la ecuación tiene respuesta y todo cobra sentido.

El 15 de noviembre del año pasado Koko y yo tomamos la salida de un maratón muy especial. Corríamos después de los dos peores años en la vida de una de esas personas que un día el azar te regala y que se convierte en tu hermano para siempre. Hacía menos de seis meses que Arantxa, su mujer, mi amiga, nos había dejado dando una lección de entereza, de dignidad, de optimismo, de vida. Atrás quedaban kilómetros y kilómetros de entrenamiento, de charla, de ilusiones, de desaliento y de sueños rotos. Preparar la carrera se había convertido para él en una terapia contra desesperanza o, mejor, en una terapia de esperanza. Esa mañana corríamos porque ella así lo hubiese querido, porque nos demostró que hay que luchar hasta el final y que en la vida, como en el maratón, nada se consigue sin esfuerzo.

En la recta de salida el speaker arengaba a los miles de locos que nos enfrentábamos a los 42.195 metros. Pero a pesar de la música y del bullicio nosotros estábamos en una especie de burbuja; no hacía falta decirlo, los dos sabíamos que no corríamos para bajar de las tres horas y media, este maratón era mucho más que eso. Las impresiones en el tramo inicial de la carrera fueron inmejorables. Íbamos al ritmo previsto; por bajo de cinco minutos el kilómetro y sin rastro de fatiga. El entrenamiento daba sus frutos y los kilómetros iban cayendo de esa forma tan especial en que trascurren los primeros compases de un maratón; de manera pausada y a la vez vertiginosa. Pasan los minutos mientras el cuerpo se adapta al ritmo y casi sin darte cuenta llegas al ecuador de la prueba. En ese punto resultaba inevitable recordar el maratón del año anterior, el del debut para Koko. En éste el tiempo era mucho mejor, las sensaciones a nivel físico, también.

Todo iba sobre ruedas pero a medida que se acercaba el kilómetro 26 intuí que la cosa no era como parecía. De hecho a partir de ese momento nada fue igual. Llegábamos a la Alameda, muy lejos del famoso muro, el ritmo era idóneo y el público animaba sin parar pero el maratón se presentó de golpe, con toda su fuerza, con toda su crudeza. En ese kilómetro 26, como el año anterior, nos esperaban nuestros incondicionales con sus sonrisas y sus gritos de ánimo pero este año faltaba una persona y aquello fue definitivo. La mueca que se dibujó de repente en su rostro no era de cansancio, no había músculos agotados ni piernas entumecidas.

Aquel dolor procedía de dentro, era de tristeza, de vacío, de pérdida y de impotencia. Doscientos metros después de chocar las manos de nuestro particular club de fans, de ese que tiene todo corredor popular, escuché una frase; "no puedo, me retiro". Cuatro palabras que me descolocaron. Frenamos en seco, no sabía qué hacer, para eso no me había preparado. Afortunadamente el apoyo de tres o cuatro espectadores anónimos (gracias de corazón) me dio los segundos necesarios para reaccionar. "Andemos un poco, hasta pasar el puente", espeté sin pensarlo.

Así lo hicimos y poco a poco volvimos a la carrera aunque ambos ya sabíamos que esta ya no era la que habíamos imaginado. Después de algo más de dos horas empezaba lo duro, teníamos 16 kilómetros por delante y más que romper un muro teníamos que superar lo más parecido a la Gran Muralla China. Fueron dos horas y quince minutos eternas. 16 kilómetros corriendo muy despacio, parando demasiadas veces. 16 kilómetros de angustia, de lágrimas, de rabia y de sufrimiento. Pero ahí volvió a aparecer la magia del maratón. Lo hizo en forma de ánimos de cientos de espectadores desconocidos, de un buen número de voces amigas, de corredores que nos adelantaban y nos ofrecían su aliento, de épica y por supuesto de la fuerza que nos daba el pensar por qué corríamos esa carrera, por quién había que llegar.

Era la cuarta vez que cruzaba aquella meta pero hacerlo siguiendo el ejemplo de lucha y superación que Arantxa nos regaló y escuchar a nuestro club de fans gritar aliviados (tras casi una hora de retraso sobre el crono previsto) fue algo que siempre llevaré conmigo. El maratón de 2015 me dio dos lecciones; que en esta prueba, como en la vida, tenerlo todo previsto es casi una quimera y que a pesar del sufrimiento vale la pena correr, que vale mucho la pena vivir. Yo lo comencé a entender tres maratones y 26 kilómetros después pero en esta edición de 2016, al cruzar la meta con Koko, ya no me queda ninguna duda. Pep Doménech