De un tiempo a esta parte parece que la ciudadanía empieza a intuir, pese a lo que muchos pretendían, que los funcionarios no son ni de lejos el mayor problema de este país. Sin entrar ahora en el fondo, esta circunstancia puede ayudar a comprender por qué el presidente de Cierval, en pleno período vacacional y sin que nadie se lo pida, lanza un furibundo ataque contra lo que da en llamar la «casta funcionarial».

Cargar las tintas contra los pérfidos funcionarios ha sido una táctica propicia para desviar la atención de una crisis con multitud de responsables y poca gente dispuesta a dar la cara, y ahora que la brisa ha empezado a levantar la cortina de humo tras la que tantos se ocultaban, interesa avivar las llamas para que no queden al descubierto las vergüenzas. Tal vez lo que llama la atención es que muchas tertulias de bar, carajillo de por medio incluido, superen en contenido y lucidez el discurso zafio y simplista del presidente de Cierval.

No hay por donde cogerlo; intentar vender que los funcionarios constituyen poco menos que una nueva aristocracia vaga y desfaenada que se ha subido a los lomos de los depauperados trabajadores para conservar su estatus nobiliario es surrealista y, si no, que se lo cuenten a cualquier administrativo de los que después de las rebajas ha pasado a cobrar poco más de 1.000 € al mes. Podemos presumir que el tono y la vulgaridad del mensaje obedecen a ese intento de encender a las masas para el que no valen el análisis aséptico y las propuestas serias sino la sal gorda en grandes cantidades. Pero francamente se hace muy indigesto. Llama la atención que la belicosidad mostrada con los funcionarios se endulce cuando toca hablar de las diputaciones. Entonces se ponen paños calientes. Forma parte de la estrategia: no toquemos a las instituciones, toquemos a los curritos que dan menos guerra