Habíamos escuchado, mi amigo y yo, que este año estaba siendo excepcional en cuanto a «floración» de setas. Ni cortos ni perezosos nos pusimos en camino. Hablábamos de distintas cosas, pero no dejábamos de expresar la emoción con la que íbamos a recolectar champiñones y revollons. El entusiasmo iba en aumento, conforme nos acercábamos al lugar escogido, aunque uno, más escéptico, pensaba que ya vendría el tío paco con las rebajas; entre otras cosas, porque también imaginaba que el monte iba a estar como el corte inglés. Pero la ilusión no se frustró sino que fue ampliamente rebasada y las expectativas al fin se cumplieron. Trabajo nos costó, monte a través, ladera arriba y abajo. Pero el esfuerzo dio sus frutos. Al final, veía a mi amigo como una luna radiante enjoyada con colgadura de perlas. Satisfecho. Emocionado.

Tengo amigos que, tras pensar en hacer una proeza, al estilo de Steve Jobs o Zuckerberg, e iniciar con ilusión un emprendimiento, finalmente sus esperanzas se vieron frustradas y han terminado como empleados en una gran empresa (en el mejor de los casos), haciendo un trabajo que a ellos no les atrae o lo consideran ajeno. Su ilusión fracasada no ha podido convertirse en emoción. Algo ha fallado ¿Qué? Sencillamente no han sido capaces de bajar del cielo y pisar tierra. Su deseo era descomunal y desmedido Es verdad que según sea la ilusión en la empresa que se acometa así será la emoción de ver el sueño cumplido. Pero lo normal es que uno trabaje en algún negocio ajeno, porque no todos tenemos la posibilidad de que la empresa sea la nuestra. Con esto no pretendo desanimar a los emprendedores, sino simplemente hacer aterrizar a los soñadores, para que no se desanimen, si posteriormente han de bregar con algo menos esplendoroso.

En la vida hay que poner ilusión: porque el deseo -que en su acepción latina, desiderium, tiene que ver con las estrellas (sideral)- es el resorte de la acción; y el ilusionado contagia su fervor. Pero conviene saber lo esencial: que nada finito es capaz de satisfacer el anhelo del ser humano, porque las cosas son finitas y toda finitud es siempre deficiencia; y que, por tanto, de alguna manera, todos tenemos, y no pocos, desencantos vitales. El corazón humano está hecho para lo absoluto. Como señala MacIntyre el alma grande no solo es la de quien da, sino, y principalmente, del que ha aprendido a recibir y, por tanto, se sabe necesitada de los demás; y, especialmente, de Dios.