Ante la proximidad de las elecciones catalanas, y frente a la carrera del político nacionalista que concentra sus esfuerzos en presentarse a los electores como el más catalán de todos los catalanes, he tratado de entender el nacionalismo como la ideología dominante de un pueblo. Pero mis esfuerzos has sido infructuosos porque si es fundamentalmente un sentimiento, un estado sensible del ser humano frente a los valores y las costumbres de su tierra, evidentemente todos somos nacionalistas, nadie puede escapar a un hecho tan natural y no elegido como haber nacido y vivido en el seno de una determinada cultura.

Sin embargo cuando me acerco al nacionalismo ideológico, pienso como Rabindranath Tagore, que ese sentimiento se convierte en un sistema de egoísmo organizado. La diversidad y la diferencia es la riqueza de una comunidad, que permanentemente ejercita nuestra tolerancia, pero no debe ser nunca un sistema de jerarquización de derechos, contraponiendo los propios frente a los derechos de los demás. Todos los nacionalistas sueñan con un pasado onírico donde su independencia fue cercenada por la invasión del opresor. Dicen que Sabino Arana, hermano del que fue fundador del nacionalismo vasco, se aseguró antes de casarse que la mujer elegida tenía en su genealogía más de 100 apellidos vascos.

No comparto los esfuerzos ideológicos de convertir la diversidad, la diferencia, la pluralidad de derechos individuales en la política conservadora de homogeneizarlos con el propósito de defender la pureza de la identidad colectiva. Jordi Pujol decía: «Nuestro primer objetivo es ser catalanes». Si cada mañana, al despertar, fuese mi único propósito ser valenciano, seguiría durmiendo con el feliz convencimiento de haberlo alcanzado. Esa obsesión permanente de sentirse parte de una comunidad distinta y diferente a las demás, es reacia a respetar la libertad individual del no creyente y es reacia a aceptar la integración social de los distintos.

Porqué yo no creo que la solución de los graves problemas del mundo sea parcelar el planeta en estados cerrados y banderas que agoten sus esfuerzos en conservar la pureza de su «nación». Se trata de priorizar nuestra actividad política y quien agota su energía en poner fronteras, nombres y dueños al paisaje difícilmente puede llamarse progresista.

Lo cierto es que, históricamente la izquierda, por sólidas razones ideológicas, ha sido antinacionalista, y el nacionalismo, salvo excepciones, ha sido un pensamiento conservador porque ser de izquierdas es orientar nuestra principal actividad en la lucha contra la injusticia, contra el hambre, a favor de la solidaridad, de una sociedad cosmopolita, con derechos iguales para los distintos. Hay que luchar para que los nacionalistas puedan defender sus ideas, pero debemos examinarlas, discutirlas y criticarlas, empezando por recordarles que ellos son los portavoces de una ideología, no de una nación.

No es casual que quienes han querido explorar la «hipótesis de la independencia» en serio se hayan encontrado con que, si jugaban a la idea de nación de ciudadanos y no querían excluir a la mitad de la población que quedaba fuera de juego, la «preservación de la identidad» se ponía en peligro. Dicho de otro modo: el único modo de preservar la identidad era saltándose a la torera los derechos democráticos. Y, por supuesto, los nacionalistas están dispuestos a hacerlo. Las preocupaciones por el mestizaje, por la pérdida de la pureza, son consecuencias lógicas del nacionalismo.

Por definición, un nacionalista, español o catalán, es una persona que defiende que la «esencia» de una nación es algún principio que está por encima de los ciudadanos, algo impuesto por la historia. Dependiendo del tipo de nacionalismo, este «algo» puede ser la raza, la religión, la lengua, la cultura o algún otro hecho característico. Un partido de izquierdas no puede querer es entrar en cuestiones «nacionales», o ser nacionalista. En mi opinión es incompatible. Como decía Marx, el nacionalismo es un invento de la burguesía para dividir a la clase obrera.