Ya a nadie le sorprenderá que se hable de los refugiados. Tema de constante actualidad pero que nos llega de una forma tan lejana que causa en nosotros el mismo efecto que ver una noticia de sociedad sobre una entrega de premios. Es triste pero es así. Nuestra capacidad de empatizar se ve reducida a migajas cuando hablamos de la guerra en Siria. Todos los días vemos en televisión imágenes de miles de personas avanzando en busca, ya no de un futuro mejor, sino simplemente de un futuro para ellos y sus familias. Pero para nosotros parece que eso da igual, mientras no nos toquen la burbuja de bienestar en la que creemos vivir y en la que somos inmunes ante todo.

Nos hemos olvidado de lo más importante: estamos hablando de personas. Gente con una vida similar a la nuestra que se ve obligada a dejar todo lo que tiene para intentar ponerse a salvo. Se nos llena la boca al decir que vivimos en un mundo globalizado en el que ya no hay fronteras, pero a la hora de la verdad, cuando más se necesita que esa globalización quede latente, ocurre todo lo contrario. Las fronteras se ponen más de manifiesto que nunca, y nuestros políticos no son capaces ni tan siquiera de ponerse de acuerdo para dar asilo a estas personas. Por no hablar de la Iglesia, que predica con la ayuda al prójimo y no ha movido carta en este asunto. Cuesta creer que el ser humano pueda ser tan egoísta; que miremos impasibles como a hombres, mujeres, niños y ancianos se les deje abandonados en las carreteras como si se tratase de ganado. Se trata de humanidad. Todos podemos ser refugiados, que no se nos olvide. Laura Rodríguez Martínez. Valencia.