Contaba Voltaire, laicista de su tiempo, con cierta gracia no exenta de humor negro, que prefería que su barbero fuese cristiano practicante porque le infundía más seguridad de que no le iba a cortar el cuello. Era la época revolucionaria y la guillotina se agitaba por doquier y, como pasa en todos los alborotos, también iban cayendo, uno tras otro, sus propios promotores engullidos por la revolución, paradójicamente bajo la acusación de contrarrevolucionarios.

Viene esto a cuento de lo que nos acontece en nuestro tiempo, en el que hemos perdido el sentido de lo escatológico, de la esperanza de una existencia en el más allá; y nos aferramos inútilmente al más acá, como si esto fuera lo permanente. Y sucede, entonces, que no hay que dar cuentas, porque no hay a quién dárselas. Y la corrupción se abre paso. Se nos ha desvaído la escatología (del griego éschatos, lo que está más allá, lo último) y transmutado en una protesta social («¡alarma social!»), en un afán de «transparencia total». Y como no hay Dios que instaure o restaure la justicia, pasa lo que pasa: somos los hombres los que estamos llamados a hacerla. Pero esta pretensión es vana. Un mundo que ha de hacerse a sí mismo justicia es un mundo sin esperanza. ¿Están todos los que son? ¿Son todos los que están? A todas luces, no. Es imposible. El inocente que sufre y que no tiene amparo nos demuestra categóricamente, sin paliativos, la imposibilidad de esta pretendida justicia universal. No es que no hayamos de luchar por un mundo más justo; pero no podemos pedir peras al olmo. La justicia es precisamente un argumento fuerte a favor de la vida del más allá, de la escatología. Un mundo sin Dios sería un mundo sin justicia. Las cosas no pueden permanecer así, sin más; como las vemos „o intuimos„ que quedan ahora. Es un consuelo. Platón, en Gorgias, hace referencia de forma plástica a que, con la muerte, las almas quedan «desnudas», ya no cuenta lo que fueron en el gran teatro del mundo, sino lo que son de verdad. Ahora no cabe el engaño del oropel, de la apariencia: es la hora de la equidad.

Sucede lo que Antonio Machado describe: «Mis ojos se han vuelto claros de tanto mirar al mar». Miramos lo eterno, y se limpia la visión. Y así, confiados en esa gran justicia, podemos atravesar la historia, nuestra vida, con sus asperezas y rozaduras, con sus miserias, y la muerte: la traca final. Si no, mientras atravesamos el proceloso mar de la vida, podrían aplicarse las palabras de Séneca: «A todo marinero que no sabe su destino le son contrarios todos los vientos».