Mientras miraba el mar, recibí una llamada de mi madre; su voz era nasal, no la entendía bien. Me llamó para preguntar por mí, pero su llamada era un SOS para que fuera a verla. A la mañana siguiente fui a verla para poder observar en ella signos que evidenciaran anormalidad. Cuando la vi, sonrió con la complicidad de que ya viene mi Salvador.

Durante mis cábalas miraba a Peret, el perro de la familia; es pequeño, paticorto, suave, con ojos oscuros como escarabajos y una inteligencia fuera de lo común aunque sea un animal irracional. Vosotros no lo sabéis, pero Peret prometió a mi padre el día antes de morir que cuidaría de madre de todos los peligros terrestres. Fue su mirada triste lo que me venía a decir: «Tómatelo en serio, la cosa no pinta bien».

Efectivamente, Peret tenía razón. A mi madre se le diagnosticó la ELA, esa enfermedad paralizante que destroza todo lo que toca. Un día mi madre dejó de hablar y comenzó a hacerlo con los ojos, esa ventana que da directamente al cerebro y que no engaña ni manipula. El lenguaje de la mirada fue el descubrimiento de un nuevo mundo para mí.

Durante la enfermedad, Peret y mi madre hicieron una pareja bien avenida con caricias, compañía y ternura. El tiempo fue apagando su vida como una vela al viento y cuando se dio cuenta de que esa guerra era un suplicio y sin solución, se despidió de nosotros, se pintó la cara como si se fuera de fiesta y se acostó. Murió en su propia cama una noche de primavera que mi padre vino a recogerla y salvarla de la indignidad y la dependencia.

Ella nos enseñó tantas cosas: la dignidad, el valor de las cosas, la equidad en la vida, la entrega con el corazón y sobre todo, el amor a la familia y a Valencia. Se fue pensando en su infancia, en ese pueblo mágico lleno de azahar, alegría y sonrisas. Siempre luchó por un mundo mejor, para que las penas fueran menos amargas. Para nosotros fue la brújula, la imaginación y la aventura de vivir. Gracias mamá por esos momentos mágicos. Salvador Iranzo Pous.Valencia