Cuando una persona acepta un contrato de becario en una empresa, grande o pequeña, pretende invertir -una vez más- una buena parte de su tiempo personal en aprender y poner en práctica lo aprendido. Para ello, en cuenta de pagar una cantidad anual por el hecho de que le enseñen, y a cambio recibir un título que lo avale para futuras demandas, acepta no cobrar una retribución acorde a las horas que invierten en determinadas tareas de todo tipo. Hasta aquí cabría pensar que todo es correcto, que siempre ha habido aprendices y que los contratos basura también eran una buena faena para los jóvenes de hace unas décadas, pero no es lo mismo.

Cómo es posible que no encontremos una vía que permita aligerar una parte de las cargas que muchos de los becarios jóvenes se ven obligados a aceptar en grandes urbes, con altos alquileres de pisos compartidos y frecuentes desplazamientos a las oficinas centrales de las multinacionales que, con generosidad, aceptan mano de obra barata y eficaz. Sin que así se permita a la persona su desarrollo personal, con los proyectos que todo el mundo tiene derecho a llevar a cabo antes de los 35 años y con una vida europea, de primer mundo, libre de disimulos y nombres raros que nos lleven a esconder las cifras del paro y de los estudiantes que, siendo competentes, no tienen los contactos necesarios para ganarse la vida honradamente en una compañía que les respete, les entienda y les acoja en una relación contractual de trabajo y remuneración. David Martínez Laborda. Massanassa.