A principios de los años 80, al lado del Colegio Mayor Luís Vives, detrás de la Facultad de Psicología, había un campo de futbito de cemento. Ese campo se demolió y se construyó un parking y un edificio de 5 plantas. Era la nueva Facultad de Odontología. Dicho edificio era nuevo, al igual que todo su equipamiento. La nueva facultad no se podía quejar de herencia envenenada, empezaba de cero. Tampoco de masificación, eran 60 alumnos por curso frente a los 450 de Medicina. Tampoco de instalaciones y equipamientos obsoletos, estaba todo nuevo, a estrenar. Tampoco de un examen MIR al final de la carrera que condicionase la forma de enseñar las materias.

Fue un experimento: ver si algo nuevo y con todos los medios podía hacer algo bueno y diferente. El resultado fue un fiasco, un bochorno. Dicha facultad no se distinguió en ningún momento por nada de la de Medicina ni de la de ninguna otra del campus de Blasco Ibáñez. Los argumentos de falta de medios, masificación, falta de recursos, herencia recibida, falta de equipamiento o exámenes condicionantes no se podían utilizar esta vez para explicar la falta de resultados. Este experimento sirvió para demostrar que no es la falta de dinero, sino la falta de capacidad lo que hace que las cosas no funcionen. Aunque le hubiesen dado varios millones de euros al día no habrían podido hacer algo mejor.

Ejemplos contrarios los tenemos en Políticas de la Complutense de Madrid, en Económicas de la Universitat de València o Medicina de la de Salamanca. Si las cosas no se hacen bien es por falta de capacidad, no por falta de recursos económicos. Ello se puede aplicar al teatro, al cine, a la pintura, a la docencia, a la investigación, a la medicina. Es fácil quejarse. Diego Sánchez. València.