Tengo la suerte de contar con una familia muy amplia. Mi madre tiene siete hermanos y cada uno de ellos ha hecho su vida, casándose y teniendo descendencia. Somos un total de 15 primos; y claro, nuestras ajetreadas agendas nos permiten reunirnos poco. El otro día fue uno de esos maravillosos días en los que todos quedamos a comer. Sin excepción. Incluido un tío mío que lleva 20 años viviendo en Barcelona. Nos visita como dos o tres veces por año (tampoco estamos tan lejos) con su mujer y sus dos hijas. El problema (en realidad no es ningún problema) es que llevaba una camiseta amarilla donde se podía leer lo siguiente: «Llibertat pressos polític». Yo, conocedor del contexto familiar, me llevé las manos a la cabeza nada más verlo; pues tengo otro tío que pertenece a la armada española y cuyo sentimiento de unidad nacional, lamentablemente, trasgrede al amor y respeto hacia su familia. La comida, como podéis imaginar, fue un desastre: el militar que cómo se le ocurría venir a España (vivimos en Castellón) con esa camiseta; el catalán, que la libertad de expresión es un derecho universal. Disputas constantes, lloros y el postre que quedó intacto, pues la comida acabó antes de hora. Al llegar a casa, mi madre me dijo que la culpa la tenían los dos, uno por provocar y el otro por saltar. Yo no sé quién tuvo la culpa, ni me voy a preocupar por saberlo. Lo que tengo claro es que algo estamos haciendo mal: el debate político, futbolístico, moral o de cualquier índole debe servir para abrir mentes, generar nuevas opiniones y aportar puntos de vista diferentes. Nunca para separar a una familia. Ivan Manzana. València