Hoy está nublado en Castelló, ciudad que en verano aprovecha cada nube y cada sombra como si fuera la última. Aprovechando la tregua que ha firmado la lluvia y la consiguiente bajada de la temperatura sofocante de estos días (¡4 grados son 4 grados!) entro de lleno en el carril bici de las rondas de circunvalación. La bicicleta es un medio de transporte ideal para observar cómo nos podemos relacionar con los trazados urbanos, sus inconvenientes y su riqueza. Ello nos lleva a aplicar la mirada sobre nuestro entorno más cercano, y preguntarnos si alguna vez Castelló podrá ser un biciciudad con garantías. Tenemos casi todas las condiciones para ello. El clima, las distancias, el precio de los carburantes, la manía de los médicos de hacer de Castelló una ciudad cardiosaludable...

Sin embargo, el urbanismo de la ciudad no es del todo propicio, y no lo es porque el urbanismo de los conductores y su versión a pie que aquí se conoce como peatones no está a la altura de lo que exige una convivencia pacífica. La troika de a pie ejerce su poder e impone su ley. Una troika formada por aquellos que por prescripción médica caminan o corren, aquellos que pasean al perro (siempre suelto, ¡eh!) y esa perfección del obstáculo a evitar que es ese patinador/a con auriculares y que va escribiendo whatsapps.

Más adelante, me sorprende una sucesión de metros cuadrados que acumula maleza y escombros a un lado, y al otro una apología de esos nuevos suburbios de casas unifamiliares con jardín particular que favoreció la burbuja inmobiliaria, que algunos llaman edge city y que, atrayendo a los sectores más pudientes, proliferan alrededor de la ciudad. Llevamos muchos años oyendo a los oráculos de la planificación con su falacia de la localización simple. Particularmente, creo que la ciudad no es un árbol; la viabilidad del espacio urbano depende del grado de imbricación de todos los elementos que lo integran. Por lo tanto, una ciudad, o es una red, o sencillamente, no es nada.

Continúo por el carril bici de las rondas de circunvalación: parque de los Juegos Tradicionales, estadio Castalia, rotondas, otro parque, el Corte Inglés y entro de lleno en la avenida Vila-real. A derecha e izquierda, una sucesión de construcciones, unas de nueva construcción y otras que son recuerdos de un entramado social que hoy nos puede llegar a parecer novelesco. «Entramos en la capital de la provincia», explica Joan Fuster, «a través de un enjambre de pequeñas casas de campo -masets los llaman-, poco potables desde el punto de vista arquitectónico, pero utilísimos para el recreo de -naturalmente- sus reposados propietarios. En general, en torno a todas las ciudades de la comarca abundan los masets, que, en no pocos casos, son también residencia permanente de campesinos».

Si hacemos caso a las novelas de Vicente Blasco Ibáñez o las de algún autor local, y aunque no siempre lo pueda parecer, aquella gente de finales del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX, concretamente la que podríamos calificar de burguesía más o menos urbana, fue una gente discretamente civilizada. Los aldeanos y el precariado de la época eran más o menos como ahora, subsistiendo como podían e inmersos en una cultura tradicional sometida y marginada.

Más tarde, se impondría el rodillo ideológico, el destrozo generalizado, el mal gusto estético y la vulgaridad que supuso aquella generación de los hijos de aquella burguesía, los antiguos o nuevos ricos de la posguerra, que en la década de los 40, 50 y 60 convirtieron pueblos y ciudades del país en un espanto para la vista, y la costa y los lugares de veraneo en una inacabable sucesión de crímenes éticos y atentados estéticos.

Luego vino Carandell y nos mostró una España tradicional, ingenua, entre kitsch y botarate a través de sus muchos ejemplos en Celtiberia Show. Esta Celtiberia existe hoy en Castelló en el lema de un cartel, el reclamo de un anuncio, el título de una tienda o el abandonado grafiti sobre un muro. Y existe también a pocos metros de estas construcciones de origen burgués en Boera Park, urbanización proyectada para acoger ríos de gente paseando en sus amplias avenidas y tiendas en los bajos de las casas que hoy presenta una imagen desértica.

Los descendientes de aquella burguesía, aficionados al cosmopijismo de inglés de aeropuerto (los unos), o los militantes de la irracionalidad de mascletà y pandereta (los otros), que todavía no se han dado cuenta que somos pueblo y no provincia, decidieron, con frialdad tuberculina, que la modernidad era la playa, los bloques de apartamentos cerca del mar y las nuevas urbanizaciones. Y abandonaron, como la lengua y como tantas otras cosas, los masets, ruinas destinadas a ser moneda de cambio para la especulación. Desconozco si existe una catalogación de estas construcciones. Paneles explicativos que me aclaren, como turista que soy, lo que son, no los hay. Pero sí que se podría empezar a catalogar esas construcciones que ahora predominan, algunas imitación de las originales, porque sin duda, configuran la huella de este tiempo.