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Tras los pasos de sir Edmund

El Centre Excursionista se fundó poco después de que Hillary coronara el Everest, un hito que marcó a algunos castellonenes

Tras los pasos de sir Edmund

En 1953, Edmund Hillary conquistó la última frontera del mundo, la cima del Everest a 8.844 metros de altura. Pocos años más tarde, un grupo de castellonenses hacían lo propio escalando Penyagolosa, el modesto techo valenciano, elevado 1.813 metros sobre el nivel del mar. La hazaña del neozelandés en el Himalaya encontró el eco entusiasta en la Plana con la fundación del Centre Excursionista en 1955, que se marcó como meta coronar el pico de Sant Joan.

Un precedente frustrado de esta ascensión, lo vemos ya en la primera década del siglo XX, cuando un grupo de bohemios tomó el camino de la cumbre. Fue una excursión que tenía como acicate moverse por las comarcas del interior sin llevar una peseta encima, sólo haciendo valer las habilidades artísticas de cada expedicionario. La aventura concluyó, sin éxito, en el mas d'Arminyà, -entre Llucena y Xodos- y con algunos porcares repartidos por el territorio como moneda de cambio de comidas y pernoctaciones. El pintor Joan Baptista Porcar era uno de los participantes.

En 1933, un grupo de valencianistas subió hasta la cima para encender una fogata en memoria de la publicación de la Oda a la Pàtria de Bonaventura Aribau en su primer centenario. Colegas suyos del principado de Cataluña y las islas Baleares hicieron lo propio en el Canigó y el Puig Major, fites senyeres de la catalanofonía.

La desconfianza ancestral de los masovers hacia los forasteros se comprende por las intermitentes banderías de carlistas o isabelinos, y, más recientemente, de nacionales y rojos, de maquis y guardiaciviles. Al desfile de extraños, se unieron, entonces, los excursionistas, de quienes los lugareños dudaban del carácter ocioso de sus caminatas, tan alejado del que movía a los peregrinos de les Useres cada último viernes de abril.

El Yeti, Sherpa y Sherpín

La prevención hacia los montañeros se extendió también hasta los pueblos de la ruta de Sant Joan y es que, en seguida, corrió la voz de que entre éstos se encontraban el Sherpa, Sherpín y el Yeti. Los primeros, los hermanos Viciano -junto a Guallart- fueron los intrépidos escaladores de la cara sur del alto. El otro no era el abominable hombre de las nieves del Tíbet, de dudosa existencia, sino Antonio Miguel Tungsteno Martí, animador de los fuegos de campamento del Centre. El aspecto de este excursionista resultaba agraz para el gusto de la época en el que dominaba el Frente de Juventudes, por lo que aquel mote le venía al pelo. También su carácter bohemio y el modus operandi, sin oficio ni beneficio, acrecentaron su leyenda de abominable hombre entre los vecinos del Maestrat y el Alcalatén, de donde procedía su padre.

El Yeti, aunque descendía de les Useres, tenía parientes repartidos por Castelló, Morella, Sant Joan de Moró, Valencia e Ibiza, un hecho que le permitía instalarse, por temporadas, en los respectivos domicilios familiares, abusando de la confianza y realizando, de este modo, una vida cosmopolita. De hecho, sus intermitentes ausencias acrecentaron la idea de que se trataba de un ser excepcional. Así fue como en aquellos tiempos, los últimos en que la tradición oral no tenía más rival que las radionovelas, se multiplicó por igual su fama de orso y bon salvatge como de hombre instruido en las materias más variopintas y gran narrador de historias al calor de la lumbre.

En él esta dualidad era prácticamente natal, pues había sido bautizado en 1937 con los nombres cristianos de Antoni y Miquel, santos por los que su madre sentía devoción, y, el de Tungsteno, el mineral que poseía la dureza que su padre ateo deseaba que definiera al hijo. Evidentemente, con la victoria de los nacionales, la piedra quedó oculta tras el apócope Toni. No obstante, con el paso de los años y la influencia de la hazaña de sir Edmund Hillary, el apelativo por el que siempre será recordado, como hacemos hoy aquí, es el del Yeti.

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