En la vida de las ciudades hay siempre un momento en el cual irrumpe con fuerza la figura de un escritor que consigue narrar entre sus páginas la idiosincrasia del lugar y de su gente. Es el caso de Orhan Pamuk y Estambul o Naguib Mahfuz y El Cairo, entre otros muchos. Los grandes frisos narrativos de estos autores han dejado grabada de manera indeleble en la memoria colectiva el espíritu de las ciudades sobre las que escribieron. Y mi espacio humano y natural del Grau está mediatizado por la obra literaria de Joan Baptista Campos. Me planteo como llegar: son 4 kilómetros. La guía municipal me recomienda desde Castelló «acceder a pie o en bicicleta». Pero con este sol... Joan Fuster llegó al Grau desde Castelló en su viaje de 1960 con «un tren diminuto y pimpante [?] La Panderola [?] deliciosamente anacrónico, cuyo funcionamiento pertenece más bien al orden del folklore que al de las comunicaciones razonables». Haré caso al maestro y subiré al Tram.

El espacio humano de la obra literaria de Campos es una ciudad situada cerca del campo y del mar, donde podemos oler la primavera y divisar las barcas que llegan a puerto. Su Grau es un espacio abierto y vivo donde la cotidianidad se hace visible a través de la infinitud de individuos que lo pueblan, donde igual puedes encontrar la belleza viendo pasar la vida desde una ventana de la calle Gravina como mirando el mar desde el noray. Nada que ver con «el centro neurálgico» y «las opciones de ocio» que me recomienda la guía. Me acerco a la prolongación del dique Este. Ni rastro de los cruceros que dejan riadas de turistas ávidos de gastarse dinero. Algún guiri, sí, delatado por una piel blanca color frigopié y una cierta querencia a llevar sandalias con calcetines. Oigo que hablan en inglés. Británico suena más a prestigio que a origen. Pero, ¿a qué suena grauero? Para mí, el sentimiento de pertenecer a un espacio viene determinado por un tsunami de sensaciones, de olores, de colores, de paisajes conocidos. El alboroto de las gaviotas horadando nuestros oídos, el silencio renovado del verano, el temblor de los palos y las velas de las barcas, el olor a hierro mojado y a sal. En definitiva, el paisaje humano, un paisaje que, lo siento por los contrarios al derecho a decidir, no es el mismo que el de Castelló ciutat.

Xucles i cabuts a la plancha como vermú (gentileza del Xato, l'Escull). Con ese intenso sabor a mar en la boca, siempre me pregunto si Castelló vive de espaldas al mar. La respuesta es sí, aunque, ¿podría ser de otra manera? La literatura medieval nos muestra un mar hostil, sombrío. El mar era una amenaza y la piedra de toque de la justicia divina con sus flotas hundidas y sus tormentas. Aquel mar, hoy, se resigna a la navegación pesquera y comercial y a ser la playa amistosa de los turistas. El mar, para nosotros, no es agua. Somos labradores y el agua es el agua que beneficia y rinde. Es la de los ríos y las acequias, las norias y los motores. Con ella se ha de redimir en lo posible la mezquindad del terreno y la enjutez de la metereología. Ahora bien, lo que no entenderé nunca es a la gente, como a las dos señoras que tengo al lado (España mesetaria, supongo, porque una acaba de decir «yo la dije») que observan el agua, pero no el mar, sino el mar inmediato, el agua de grandes manchas de aceite entre las barcas. ¿Es eso lo que entienden en la meseta por mar?

Se acerca la hora de la comida. La tengo pactada con un amigo cocinero, pero ejerceré de turista un rato, hasta que me llame. La guía municipal me habla de «la gran variedad de arroces típicos de esta zona (paella, arroz a banda, caldoso...)» No entraré en el tipismo del arroz ni en la ortodoxia de la paella. Pero sé que si mi abuelo me intentara explicar hoy la evolución del Quadro, que es donde más arroz había en Castelló hace 50 años, no lo entendería. Mi mirada hoy es la mirada del turista y tiene el efecto de la cera con que se restauran los muebles antiguos: transforma en bienes de consumo la memoria de la antigua miseria.

Un camarero, pantalón negro y camisa blanca, con acento de serie española de Tele 5 me sale al paso. Quiere que me quede a comer. Me ofrece «auténtica cocina marinera», es decir, calamares a la romana y fritanga de pescado. Educadamente, le digo que no. Insiste. Me enseña la carta plastificada, con fotos de los platos y los precios. Le digo que llevo mochila. El camarero dibuja un signo de sorpresa con la cara. Y -le añado- siempre llevo un subfusil como Michael Douglas en Un día de furia para ametrallar a los camareros que me ofrecen una cosa y me sirven otra.

Llego a casa de mi amigo y, por el camino, me ha sorprendido el tipismo en la decoración de los restaurantes (motivos marineros de chicha y nabo) y las pocas casas de pescadores que quedan. ¿Desmemoria y piqueta? Mi amigo me invita a comer raya como se ha comido toda la vida: con la salsa de almendra picada, ajo y perejil. No había un motivo especial para reunirnos. El aristofanismo nos puede. Como valencianos, si nos reunimos es para comer. Nos reiremos, despotricaremos, planearemos alguna cosa que nunca haremos. Y todo acabará con buen sabor de boca. Entenderemos mejor la vida, o por lo menos, la nuestra. El cocinero cinéfilo me ha ayudado a entender por qué los personajes de Ingmar Bergman tienen ese rico mundo interior. ¿Alguien ha visto una película de Bergman donde se junten para comer?

Paseo de la Buena vista, chicas haciendo footing con poca ropa, gente bebiendo y hablando en la calle (¿por qué chilla tanto la gente del Grau?), escotes estudiadamente improvisados y, como diría un amigo mío de Ruzafa, efebos pasolinianamente desnudos. ¿Nos estamos preparando para vivir únicamente de sensaciones? Me acerco a la Pacheca antes de volver a la ciudad. Hay muchos de los que crecimos juntos y jugábamos en las calles del barrio; los que nos conocimos en la escuela y siempre estábamos castigados. Algunos malheridos, porque vivimos la misma noche, y revivimos los colocones que a alguno han eclipsado. Cuando enfilas la avenida del Mar desde el sector Grau, se ve el Skyline de Castelló. A través de la ventana del Tram, la ciudad te va saludando, te da la bienvenida. Según te vas acercando, descubres que el skyline de Castelló es como el de Manhattan, pero en pequeño.