Casi todo lo que rodea al deporte español huele mal. Últimamente, sólo alguna victoria (generalmente femenina) inesperada en disciplinas poco boyantes es capaz de rescatar una fe casi olvidada en el deporte puro y sin importantes hilos económicos que lo teledirijan y ensucien por detrás. Con el ascenso del Amics Catelló a LEB Oro, la ciudad se ve salpicada de forma indirecta por las ingentes montañas de basura que conforman la Liga Española de Baloncesto (las dos categorías que preceden a la ACB). Pese a haber conseguido el ascenso en la cancha, ni Burgos ni Ourense serán ciudades ACB esta temporada. Burgos ha tenido que refundar su CB Tizona por tercera vez, mientras que la chapuza con el CB Ourense ha sido catedralicia: la ACB ha ofrecido al club ascender a la máxima categoría no este año, sino el siguiente. Los gallegos, sometidos al yugo del negocio del baloncesto en España, han tenido que aceptar.

Algo similar sucede en la Copa del Rey. Si los aficionados de clubes de LEB Oro comienzan a demandar un cierre de la ACB al más puro estilo NBA (pero sin hacer las cosas bien), cada vez son más los seguidores de equipos modestos que participan esporádicamente en la competición copera los que abogan por seguir ese mismo patrón. La Copa del Rey se burla de los modestos. La que tendría que ser la competición más plural del país, dando cabida a clubes de categorías inferiores a sentirse importantes y poder pelear de tú a tú con equipos de divisiones superiores, pisotea sus esperanzas y les fuerza a obrar milagros imposibles.

No pongo en duda la imparcialidad y limpieza del sorteo, que es casi una nimiedad al lado de lo podrido del sistema de competición, pero lo del Castellón, más que un premio, es un castigo. Se trata de competir, sí; y el Castellón compitió. Pero no en la Copa del Rey, sino en un coliseo romano donde le obligaron a enfrentarse a equipos notablemente superiores en unas circunstancias que invitaban a pensar en que el Castellón, a ojos de los que mandan, sobraba. Mil trescientos kilómetros recorridos en menos de siete días con un partido de liga de por medio, dos rivales de la parte noble de Segunda División B, sin posibilidad de quedar exentos y sin tiempo para recuperarse. Tras haber vuelto de Ferrol me queda clara una cosa: si no quieren al Castellón en la Copa, no lo tendrán. El club alcanzó un importante pellizco, evitó la polémica Copa RFEF y demostró que es capaz de competir con cualquiera.

No lo sufrió ayer así el Ontinyent en una competición donde los milagros quedan en segundo plano y el único premio es el del trabajo regular. Y el Castellón, después de todo, no parece haberlo comprendido todavía.