Un guasap de un ilustre albinegro me atribuía el lunes la autoría de la destitución -que no el intransitivo cese- de Calderé. Como esa medalla carga con el lastre de asumir el finiquito, mejor que lo pague quien se equivocó con su contratación. Tampoco me gusta abusar de aquello tan pomposo como banal del ya lo había dicho yo, por cierto que sea y por mucho que ahora el oportunismo precipite a no pocos periodistas de la cosa. Entre otras causas porque no me siento orgulloso en modo alguno. De hecho, mi denuncia, desde la primera columna de esta temporada, pasaba tanto por criticar la renovación del entrenador como mantener en el cargo a Ramon Moya para buscar ese relevo en el banquillo o los refuerzos que recuperen el terreno perdido en la clasificación.

Pero aprovechar la coyuntura, y la distancia, como ha hecho Rubén Suárez desde Asturias y ayer recogíamos en estas páginas, no es de recibo. Ni siquiera se trata de un indigno aprovechamiento. Pura cortina de humo para ocultar las no pocas faltas propias que oscurecen su trayectoria deportiva. Pudo haber sido el rey del ascenso a segunda B y ahora marcha con más pena que gloria. No es el más indicado para hablar de su entrenador, por mucho que podamos compartir (algunos) argumentos.

Además, incidir en los (de)méritos de Calderé para rellenar este espacio me parece desperdiciar la ocasión de ahondar en el resto de problemas de este CD Castellón. Hasta el propio técnico los ha reconocido sin abundar por ello en los motivos de esos errores ni en si no debió dimitir en consecuencia. Hemos dejado escapar por el sumidero de la vanidad del presidente cuatro meses y ni siquiera podemos decir que empezamos de cero, porque en la pole son demasiados los que van por delante y a demasiada distancia como para apelar a la repetición del milagro del curso pasado. Quiérase o no, el vestuario ha sufrido una desilusión y un abandono tan sólo comparable al desengaño y el hastío en el que convive la afición desde ni se sabe.

Eso sin olvidar que, al final de toda esta triste historia, ni Calderé ni el encargado de los fichajes se antojan responsables más allá del primer calentón, en el que podemos recrearnos cuanto queramos sin más éxito que el desahogo. Porque el único a quien hay que pasarle la factura de esta crisis sin fin es a quien ha permitido, por acción o por omisión, que se llegara a tan fatal extremo.

Más que por el juego o por los aceptables marcadores del principio de la Liga, el presidente necesitaba a Calderé para apagar el fuego de las críticas hacia su nefasta, por improductiva, política de precios. La idea de que el público acometa el pago de las necesidades más perentorias del club, por encima de lo que se les ofrece a cambio -partidos de la cuarta división, no lo olvidemos- no ha cuajado. Todo lo contrario, ahora son menos los espectadores y resulta impensable esperar una inyección económica como la de Aerocas tras la que esconder que los fracasos deportivos son equiparables a los económicos. Porque por mucho que nos vendan que el club le ha costado dinero a David Cruz, nunca fue el suyo el que nos ha mantenido con vida.

En su descarga -o no, según se mire- tampoco está de más recordar que ya tiene bastante faena con atender la demanda por el impago de sus acciones a Osuna, que el ayuntamiento ya le ha puesto contra la pared por la cesión de Castalia y, sobre todo, que se le acaban los días para que su cacareado plan de viabilidad mute del romanticismo de las palabras en materialista y vital dinero. Y ese es el problema más allá incluso de si damos por perdida la temporada.