La hoja de ruta del independentismo catalán ha ocupado la actualidad esta semana, y previsiblemente también lo haga en los próximos meses, invadiendo la campaña electoral de los comicios del 20 de diciembre. La resolución independentista se apoya en una exigua mayoría absoluta en escaños -no así en votos, aunque por muy poco- y en la supuesta legitimidad que otorga el Parlament catalán, por oposición al español.

El independentismo catalán se ha alimentado todos estos años de la pretendida incomprensión y maldad de su antagonista -el Estado español-, absolutamente insensible e inmóvil frente a sucesivas manifestaciones, súplicas, exigencias, y en general cualquier mensaje que llegase desde Cataluña. Así, año tras año, entrábamos en un bucle en virtud del cual el independentismo se manifestaba en la Diada catalana, o bien los partidos independentistas vencían en sucesivos procesos electorales, mientras desde Madrid sólo recibían una única respuesta: el mutismo.

Durante años, la sempiterna inacción del gobierno español ha cargado de razones, y de votos, al independentismo. Combinada con la agresividad discursiva que llegaba desde los adláteres mediáticos de la derecha española, constituía un cóctel explosivo. Bien es cierto que la cosa podría ser todavía peor. Podríamos tener a un Aznar que incendiara el país, anulase la autonomía de Cataluña al primer movimiento del 'enemigo' y, en definitiva, enquistase aún más el conflicto; pero no es que el balance de estos cuatro años de legislatura constituya, en lo que se refiere a la contención del independentismo, un éxito para Rajoy.

Sin embargo, que el oponente cometa errores, o no tome decisiones, incluso que su decisión sea una absoluta dejación de funciones, no habilita a los partidarios de la independencia para hacer cualquier cosa. Y que encontramos dos falacias. La primera, en la que han acabado por tener bastante éxito, es la idea de que un movimiento significativo (aunque está por ver si mayoritario) de la sociedad catalana otorga legitimidad para convocar un referéndum vinculante. En realidad, no hay ningún motivo para considerar que una parte de un país, por muy cohesionada social, histórica y administrativamente que esté, tenga mayor legitimidad democrática que el conjunto del país para tomar este tipo de decisiones. Ahora bien, estos años de pasotismo típicamente rajoyano quizás hayan servido para que las instituciones catalanas, en las que el independentismo es mayoritario, puedan arrogarse dicha legitimidad. De hecho, así ha crecido en Cataluña (y también fuera de Cataluña) la idea de que es un derecho razonable y lógico de los catalanes el que sean ellos, y sólo ellos, quienes tomen esa decisión: el derecho a decidir, indiscutiblemente mayoritario en Cataluña, aunque algunos de quienes lo apoyan quieran votar No.

En cambio, resulta muy complicado ver la legitimidad democrática que puede tener el independentismo para avalar el proceso recién comenzado. No es ya que unas elecciones autonómicas no sean el escenario más adecuado para dilucidar las mayorías en este tipo de situaciones (aunque el independentismo se arroga el derecho a hacerlo, dado que no han podido celebrar un referéndum en condiciones); es que de ninguna manera la mayoría obtenida en las elecciones es suficiente para iniciar un proceso de estas características. Bien al contrario, constituye un ejemplo de "tiranía de la mayoría" en toda regla, donde el 52% del Parlamento, que representa al 48% de los votantes, impone nada menos que un proceso de ruptura con el resto del país a los habitantes de una comunidad autónoma. Una vergüenza antidemocrática, y también un error estratégico.

Al independentismo le iba mucho mejor denunciando que sus rivales (el Estado español) no hacían nada para solucionar los problemas de Cataluña. Está por ver, en cambio, que el lamentable espectáculo de la independencia por decreto, con el telón de fondo de las interminables negociaciones para investir president a Artur Mas (que muestra una nueva falacia de los independentistas: la idea de que la independencia esté por encima de las personas), sea algo más que un camino a ninguna parte.