Salvado el orgasmo de la remontada -ya se sabe, lo que dura dura- y aún sin llegar a la paella dominical y casera, puede incluso que por esa mezcla de hambre, resaca y prisas, ya se me había pasado toda euforia. Es más, ni me acordaba de los autores de los goles cuando me inquirieron por ello en la mesa. Entre otras cosas porque, después de la pregunta de rigor, casi protocolaria, se encadenaron otras tan habituales como retóricas, a fin de cuentas las que tiene en mente todo aficionado normal, que a lo que se vé no son las de los periodistas que andan empeñados en que hablemos de lo que ellos quieren y no de lo que nos preocupa: la supervivencia y su infinito recorrido antes que de una clasificación tan mediocre como hipotecada económicamente.

¿Tres puntos más, para qué? ¿No hay manera de que se vaya? ¿No quiere comprar nadie? Y la más incisiva de todas ¿para qué están los políticos? Menos mal que la paella -y mi condescendiente silencio- aplacan cualquier debate, sea cual fuere el tema y el guión, que otra mesa no sé, pero la mía deviene de lo más agradecida.

Y añado yo, digestión mediante y con la vehemencia que caracteriza mi soflama de los miércoles, ¿de verdad alguien se ha creido que el ascenso, tan lejano él, serviría para frenar la hemorragia abierta en nuestra cuenta corriente por los pagos pactados e ineludibles con Hacienda y Seguridad Social? Para acabar contestándome en singular ejercicio de onanismo argumental: que nadie se llame a engaño, a este acreedor no le va a temblar el pulso porque el Castellón milite en la tercera o en la cuarta categoría del fútbol patrio, como tampoco dejó entrever remordimiento alguno a la hora de castigar a un equipo de Primera División y de una ciudad mucho más grande, verbigracia Elche.

Quien se conforme, pues, con ese placebo semanal del marcador está en su derecho. Pero a falta de la advertencia médica sobre la futilidad del argumento deportivo, vaya por delante mi denuncia de que el virus mercantil fagocita cuanta vida se pone por delante, y el fútbol albinegro no iba a ser una excepción, nunca lo fue.

Cuestión distinta sería que se hubiera puesto luz y taquígrafos sobre ese obligado plan de pagos por el que se arrogan medallas, o no se ocultara información sobre el dinero sobrante de tantos derechos de formación heredados, el destino de los taquillazos de la promoción y el aprovechamiento de los 660.000 euros que cayeron del cielo -lagarto, lagarto- o cualquier atisbo de trasparencia en una sociedad anónima deportiva que, encima, convoca para un día después de las elecciones generales, y de buena mañana, su junta general de accionistas, no sea el caso que a cualquier mindundi nos dé por acudir, preguntar y/o pedir responsabilidades.

El orden del día de la asamblea ya es lo suficientemente aclaratorio para quien se droga con el resultado de cada domingo. Lejos de esperar una entrada masiva de empresarios en el consejo de administración que aporten solvencia a la tesorería, ideas, trabajo e ilusión, David Cruz se ha visto obligado a modificar los estatutos para rebajar el listón del número de miembros y no quedarse más solo aún. Por el camino le han ido abandonando, ¡cachis!, justo ahora que vamos ganando, los muy ateos.

Pero lo peor de todo es que se desaprovecha la oportunidad para convocar esa ampliación de capital por la que aboga el manual del economista, y de la que reniega el vademécum de cualquier culo apegado a un sillón, por muy desfondado que esté, y tanto.

Así que, hasta que se gane en Benigànim y nos inyecten otra dosis de engañabobos, permítanme que insista. ¿Con qué dinero vamos a salvar al CD Castellón?