El Grupo San Lorenzo ha experimentado una transformación excepcional en las dos últimas décadas al desterrar de sus calles el tráfico de drogas y los robos antes rutinarios. Sin embargo, no acaba de despegar. El abandono es palpable en un barrio donde los problemas del paro, la vivienda y la educación siguen lastrando el futuro de sus habitantes. Ninguna administración, local o autonómica, se ha enfrentado de lleno a los retos de esta zona del distrito Oeste, donde residen 2.600 personas, la mayoría en riesgo de exclusión social.

Alfonso Guerrero conoce el barrio y sus habitantes al dedillo. No puede dar dos pasos por la calle sin que le paren y le pidan consejo sobre un alquiler, un desahucio o cualquier asunto administrativo. Alfonso es una suerte de trabajador social, asesor legal y representante ante las instituciones. Aunque trabaja en una empresa de maquinaria industrial, lo cierto es que se desvive por su barrio. No hay vecino que no lo conozca, ni concejal o técnico de Bienestar Social que no haya negociado con él mejoras para esta zona de la ciudad. Para el colectivo gitano es lo más parecido a un patriarca. Tío Alfonso, le llaman.

Ha ejercido como presidente de la asociación vecinal durante cinco años, hasta que decidió retirarse hace unos meses. Su implicación en el barrio surgió cuando empezó a quedarse ciego. «Recibía una prestación por invalidez y decidí devolver, de alguna manera, lo que se me daba», relata Guerrero. Tras varias operaciones recuperó la vista y siguió con su proyecto de barrio. En los catorce años que lleva residiendo en el Grupo San Lorenzo ha asistido a su transformación. «Se traficaba con heroína a finales de los ochenta y en los noventa, la policía no actuaba y fueron los propios gitanos los que acabaron con esta lacra», asegura. Los robos estaban a la orden del día: «el colegio Carles Selma era asaltado con frecuencia, se llevaban hasta el diésel de la calefacción del centro», recuerda este vecino, que llegó a hacer guardias nocturnas para evitarlo. Ahora la delincuencia se ha reducido, aunque reconoce que algunos jóvenes en paro y sin formación se ven abocados a ella.

Otro frente abierto es la vivienda. «El 80 por ciento de los vecinos viven con el temor al desahucio», explica, ya que algunos han ocupado pisos ilegalmente o carecen de contrato de alquiler debido al descontrol en la gestión de las viviendas públicas durante años. Verónica Amador vive con sus hijos en la finca de seis bloques de la Generalitat. El ayuntamiento la ubicó en el inmueble hace dos años, -«tengo los papeles firmados», asegura- pero el organismo autonómico que gestiona las viviendas públicas, el EIGE, «no ha formalizado ningún contrato de alquiler». El caso de Sheila Benet es otro ejemplo del descuido administrativo. Siendo menor de edad y embarazada, sus padres la «abandonaron» en el piso que tenían adjudicado. «Quiero pagar un alquiler, pero no me hacen el contrato y amenazan con desalojarme, he arreglado yo misma la vivienda, persianas y puertas que estaban rotas, y también pago la comunidad», señala como muestra de buena fe esta joven de 23 años con dos hijos y miembro de la AMPA del colegio. Además, «hay vecinos con una deuda acumulada de 10 años que la administración, mientras ha tenido dinero, no se ha preocupado de cobrar», señala Guerrero, quien ha mediado para regularizar más de veinte viviendas renegociando el precio del alquiler en función de los ingresos de las familias.

En los 161 pisos de la Generalitat viven 858 personas, según su censo particular -«no hay ninguno oficial»- y el deterioro ha hecho mella en el edificio. «El EIGE apenas ha reparado cosas, hay filtraciones y todo tipo de averías, ¿en qué condiciones puede estar el edificio tras 30 años de abandono?», critica Guerrero, quien no exime de culpa a los inquilinos responsables del destrozo de viviendas.

La educación es otro caballo de batalla en San Lorenzo. «Aquí jamas se han dado cursos sobre planificación familiar y seguimos teniendo jóvenes que se quedan embarazadas a los 16 años», lamenta. Por ello, ha basado su intervención en el barrio en el diálogo con los vecinos, especialmente el colectivo gitano, y la pedagogía que ha practicado hasta en la iglesia evangelista, donde ha dado charlas, y también alguna reprimenda. «Cuando veía a un niño en la calle en horario escolar, echaba en cara a sus padres que no lo llevaran al colegio», recuerda ahora que el absentismo ha disminuido. Los jóvenes representan la esperanza del barrio, ellos ya «se dan cuenta de que este tipo de conductas sólo les perjudica y han empezado a cambiar las cosas».