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Opinión | Las cuarenta

Desconexión

Aunque no figure avalado por universidad alguna ni por científicos de prestigio, me ha llamado la atención un experimento social en el que varios madrileños han sobrevivido un mes sin usar su coche

Aunque no figure avalado por universidad alguna ni por científicos de prestigio, me ha llamado la atención un experimento social en el que varios madrileños han sobrevivido un mes sin usar su coche. Lo cuenta Amaia Larrañeta en 20 minutos y, ya digo, a falta de conclusiones sesudas rezuma empirismo. Vaya por delante la voluntariedad de los pacientes y que no existía condicionante alguno que pudiera minimizar los resultados, pongamos por caso una multa que hiciera de la necesidad virtud. Oséase, treinta días acudiendo al trabajo, vuelta a casa, de juerga con los amigos, de paseo con la pareja o atendiendo los mil y un imponderables que cada quisque sostiene en su devenir, pero ahora sin vehículo. Desautointoxicate, es el ridículo palabrejo con el que han bautizado la prueba aplicada a tan atrevidos cobayas.

Hete aquí que tan insalvable escollo no sólo fue superado por todos los participantes, si no que se ha calculado un ahorro promedio de 200 euros en cada uno y la saludable pérdida de seis kilos de peso, para regocijo de unos infrascritos que han asegurado iban a repetir aquella banal gracia como cotidiana realidad, pero eso ya no sé yo.

El mismo ejercicio podríamos ensayarlo sin teléfono móvil, esa herramienta que ha devenido en prolongación humana, en el convencimiento de que el beneficio económico y saludable sería mayor. O, porque no decirlo, y ahí quería llegar, renunciando a la religiosa cita quincenal del campo de fútbol y destinar el dinero invertido, el tiempo desperdiciado y hasta la salud marchita, a cuestiones menos intangibles que el sentimiento romántico que convertimos en orgulloso distintivo.

Barrunto, como ya denunciaba la semana pasada, si la desmesura en la crítica, la persecución y hasta la agresión verbal o la amenaza, han empujado a albinegros de pro a refugiarse lejos de Castalia y, razones al margen, han acabado convirtiendo en enemigos a quienes en puridad no dejan de ser otros agraviados. El partido del domingo ya no es la ocasión para el reencuentro de quienes sienten una misma pasión dentro de la discrepancia entre este o aquel jugador, incluso sobre determinados episodios de la gestión de la sociedad, para mutar en cita obligada por el calendario en el que te cruzas con aquél que ya no quieres ni ver. En esas, y al desamparo de un horario injustificado, castigador incluso, unos y otros han encontrado la excusa para no acudir y renegar de sus hermanos.

Así que apenas dos mil personas han venido a disfrutar con la racha de victorias, lamentaron el otro día el tropiezo en toda regla contra el colista o se reconcomen todavía haciendo cábalas para llegar a tiempo en la clasificación y no acordarse en demasía del tiempo perdido con Calderé, Moya y cía.

Y ya no seré yo quien niegue la sensación, cada vez mayor, de que el objetivo podría ser el de forzar esa desconexión, aburrirnos en suma. Nadie en Castalia para que silbe, para que critique -ojo, salvando los elementos que nos distinguen de los animales-, para que cuestione un planteamiento, un fichaje. Y mucho menos nadie que ose preguntar cuál es el plan de viabilidad, con qué dinero se acomete el concurso de acreedores, si el mismo es fortuito o punible, cuánto ha cobrado el administrador concursal, cuál es el sueldo del presidente, en qué ha quedado la ampliación de la demanda contra Castellnou, cómo se ha resuelto el impago en la compra de las acciones de éstos y qué demonios esperan Amparo Marco y Javier Moliner para preguntar dónde está el dinero de las ayudas públicas concedidas y actuar si cabe.

Desconozco si de someterme al experimento de marras habrá manera de desconectarme algún día.

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