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Secuelas

Atorear no, pero mi padre me llevó a Castalia y no le quitaron la custodia por ello.

Secuelas. El 17 de octubre de 1999 aprendí dos cosas: necesitaba gafas para ver de lejos y jamás estaría tranquilo mientras hubiera un partido en juego. El Castellón preferido de mi adolescencia era un manual de promesas al espectáculo y al buen gusto. Discutíamos si Mullor y Fernando podían jugar juntos porque no sabíamos cuál de los dos era mejor, como si fueran nuestros Mazzola y Rivera. Venía el colista a Castalia, el Castellón aspiraba al liderato y el estadio presentó una entrada de esas poco habituales, por generosa. Yo tenía una peña que formábamos a base de outsiders, porque el Castellón entonces, al menos en esa época y a esas edades, era asunto de raritos y marginales, de los que no teníamos novia, de nerds, de los que sabíamos qué era ser freak antes de que todo fueran friquis, de los que salíamos de casa pensando que en cualquier momento nos podían atracar; el Castellón era, en definitiva, asunto de triunfadores como nosotros.

Pero cómo sería el tema, cómo de felices nos las prometíamos, que aquel día vinieron hasta los malotes del instituto, de los de la V en la cabeza y la camiseta del Pont Aeri, que ahora llevan barba y escuchan Vetusta Morla, de los que saldrían con la jefa de animadoras si aquí hubiera animadoras, y hoy te dicen que sí, que ya es hora de que haya un cambio sensato teñido de naranja. Vinieron hasta esos porque aquello tenía pinta de fiesta segura.

Venía el colista, ya lo he dicho, lucía un sol maravilloso y una ligera brisa levantaba los papelitos que habíamos recortado en la previa y que tirábamos, resabiados y por si acaso, cuando salía el equipo, después de tantas noches de volver a casa con la bolsa llena, después de noventa minutos de tortura y de esperar en vano un gol para lanzarlos.

Mi vida es ese cuadradito de papel que se quedaba en la bolsa porque no había goles.

Venía el colista, esta es la tercera vez que lo digo, y a las primeras de cambio el Castellón marcó el 1-0. Yo ya me veía en la fuente celebrando el ascenso en octubre, pero ocurrió lo insospechado. Para empezar se puso a llover, y no poco, cayó una tormenta épica que lo oscureció todo. Después de un par de minutos de hacernos los duros bajo la lluvia corrimos a cubrirnos en Gol Bajo. Entre la falta de luz, la cortina de agua y la novedosa ubicación, yo no veía un carajo, pero al menos el Castellón seguía ganando. Venía el colista, que era el Alzira y me parece que aún no lo he dicho, y enseguida nos hizo gracia un mediocentro llamado Meji, porque estaba gordo y porque con 16 años necesitas poco para que algo te haga gracia. [Hace unos meses, por cierto, vi una foto en Twitter y ya no está gordo: ahora está gordísimo].

Y todavía no comprendo cómo, pero Meji, poco a poco y a su ritmo, se adueñó del partido, no sé si al grito de quiero mi bocadillo, esto no lo tengo contrastado. El caso es que Meji, el gran Meji, nuestro Meji, uno di noi y desde aquel día ídolo entre mis amigos, vio desde cerca la noche gloriosa de Natanael Bueloha Borengue, que era madrileño y negro, y lo llamaban Nata no sé si por el diminutivo o por hacer la gracia entre colores.

Nata salió en la segunda parte y remontó el partido: un gol en el 88 y otro en el 93, ensuciando el mito en la portería de mi querido Emilio. Nata jugó 31 partidos más aquel curso: metió otros dos goles. El Castellón tardó años en ser líder. Solo ganó un partido de los siguientes 15. Echaron al entrenador y del jogo bonito, en nuestro péndulo eterno, pasamos a la barraca. No subimos.

Estoy convencido de que Oumar, el meta del Acero el domingo, era Nata disfrazado de portero.

P.D.: Más secuelas. El 1 de noviembre de 2015 vi a Castalia abroncar a un jugador con una insistencia llamativa y cruel. Era zurdo, era Pruden, no se iba de nadie y no soltaba una. Eso sí, no dejaba de pedirla, por mucho que doliera, por muchas ganas que tuviera de cavar un agujero en el césped y meter la cabeza dentro, Pruden era de los pocos que no dejaba de pedirla y yo se lo agradezco ahora. Acababa de llegar Kiko, se había ido Rubén Suárez y el equipo era una condenada mierda, decían, el futuro era la Preferente, aseguraban. Dos meses después, el Castellón está en promoción sin Rubén y el mundo se acaba con la marcha de Pruden. El fútbol es una maravilla.

Ni el Castellón se acaba con la marcha de Pruden ni se acabó con la de Rubén ni se acabará con la de ninguno de nosotros. El Castellón es más que eso. Y la de Pruden es, quizá, la mejor operación del club en estos años. Un chaval de vuelta de todo en La Nucía, potencialmente problemático, fichado gratis y traspasado al año por un dinero que podría, mal que bien, pagar nóminas hasta fin de temporada. El problema del caso Pruden no es futbolístico, para mí, es el de siempre. El problema con Cruz no es la falta de dinero, como esta maniobra constata. El problema de Cruz es su incapacidad para generar confianza. El problema es otro tipo de secuela, en este caso en parte heredada de los años del Osunato, y alimentada también por los modos de gobierno. El problema es crudo y profundo y de difícil solución: no nos fiamos de nada, porque ni debemos ni nos podemos fiar.

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