Es la primera vez que escribo una columna en pleno vuelo. Entre que últimamente uno viaja menos que antaño y que cuando lo hace se centra más en no dejar pasar la oportunidad de zamparse el catering como Dios manda, dejamos el tema literario para mejor ocasión. Debe ser la edad. Por lo del catering digo, que el día menos pensado me veo en Benidorm haciendo cola en le restaurante del hotel para desayunar el primero y proveerme de bocadillos por el morro para el resto de día.

Ni qué decir de los empujones para ganar la posición en la cola de las paellas gigantes en las fiestas patronales. Ríanse de la pelea por un rebote en la final de la NBA.

Desde las alturas no es que se piense mejor. Ni tan si quiera con mayor claridad. Es más, te embarga cierto embotamiento que empuja más al recreo y la modorra que a la reflexión, con lo que no me culpen si la lucidez no es la norma general. Si es que alguna vez lo fue. Con todo, y con el golfo de Nápoles asomando allá por las bajuras, uno no puede por menos que recordar la última vez que se vino por estas tierras con tal vuelo como este y tal club como al que acompaña hoy.

Aquello, sin que por entonces lo supiéramos, era el principio del fin. Los primeros pasos hacia un abismo que ni los más pesimistas hubieran intuido en aquellos albores de temporada. El Villarreal afrontaba el primer desplazamiento de una Champions que pasaría a la historia por ser una de las primeras veces, y pocas la verdad sea dicha, que nos se cumpliría una afirmación de Roig: «Vamos a la Champions a no hacer el ridículo». Aquel año se hizo. Vaya si se hizo. En Champions, en Copa y en Liga. Y menos mal que aquí no se juegan las Carling Cup, FA Cup y la madre que lo parió cup, porque de los contrario se hubiera batido el récord pero de sonrojos en una temporada.

El Villarreal perdió en Nápoles por dos tantos a cero y, lo que es peor, nunca dio la sensación de poder. Y, si me apuran, ni de querer. Un triste preámbulo de lo que se venía. Aquel Villarreal, con mucha más calidad que el actual, cuanto menos más calidad que el actual en determinadas posiciones, se fue a Segunda sin ni tan siquiera rozar la barandilla de la escalera. Y no tuvo ni el amor propio suficiente como para conseguir el mísero punto del honor en la Liga de Campeones. Por no tener no tuvo ni el honor de caer con honor.

El entierro no llegó ni al de la sardina. Pero no hay mal que por bien no venga, aunque la frase sea falsa en la gran mayoría de ocasiones. La malo es malo y ya está. Por mucho que nos contaran de pequeños cuando teníamos fiebre que esos días íbamos a crecer más. Si el Villarreal renació, se reinventó y dejó el mito del ave Fenix a la altura del betún, es porque Roig así lo quiso desde el mismo momento que bajó a pie de campo a pedir perdón a sus aficionados en El Madrigal el día de autos.

La imagen que sus enemigos jalearon como la caída del imperio romano no es más que el principio de sus nuevas pesadillas.

Y aquí estamos, cuatro temporadas después, donde lo dejamos. A punto de aterrizar en la ciudad que Sabiano nos describió como la nueva Gomorra. Donde hay que andarse con las bromas justas en ciertos temas y con la cartera bien escondida en ciertos lugares. Donde sirven las mejores pizzas de Italia y donde compruebas que lo que compras cada semana en el super es cualquier cosa menos mozzarella de verdad.

Y con un equipo que, tras su travesía por el desierto, se ha transformado en otra cosa. Afortunadamente. Podrá ganar, perder o empatar. Pero ha dejado de ser una banda de bailarinas fracasadas envueltas en un ridículo tutú para estar cada vez más cerca de lo que quiere Marcelino García Toral. Y que compite hasta en el infierno con el mismísimo demonio si se le pone delante. Aunque pierda.