La «cucaracha» había causado estragos en aquel 1918 y el carro de los muertos marchaba cargado por las calles del caserío marítimo camino del cementerio de San José, en el viejo garroferal del Mut. La bruja Borrassa, poco antes de que abandona el Grau, mandó detenerlo. A su entender, en la pila de cadáveres se hallaba un vivo. En efecto, los acólitos de la hechicera cumplieron la orden, apartaron los cuerpos inertes y dieron con el renacido.

La Borrassa contaba con estos y otros poderes de modo que, sin que sepamos que hubiera nacido un día de Viernes Santo, la mujer curaba de gracia. Tampoco podemos afirmar tal cosa del metge Sixto que, aunque titulado de carrera, parecía poseer dotes taumatúrgicas en aquel arranque del siglo XX castellonense. Tal fue el predicamento que alcanzó este doctor que doña Clorinda, una burguesa de pro, decía a las amigas: «Jo només crec en Déu, Sixto i el "bicarbonato"».

Entre el grupo de médicos que ejerció en la capital hubo uno, el doctor Salcedo, al que los colegas llamaban El Curandero. Este facultativo procedía de Galicia y el país celta tenía con fama acreditada de alumbrar meigas y merlines por legiones.

Durante los años de la República, el padre del doctor/brujo fue el Capitán General de la región y tras el 14 de abril de 1931 fue la primera autoridad del nuevo Estado en realizar la ofrenda al Apóstol. Es este contexto, el cardenal, juzgando que el militar sería un ateo masón, le confidenció sus dudas sobre la presencia real de los restos de Santiago el Mayor en la sede compostelana. Tras el Alzamiento, el espadón no secundó el golpe y sus propios oficiales lo fusilaron en el Ferrol.

Su hijo, el galeno, se estableció en la Plana en plena posguerra y no tardó en ganarse el descrédito de sus colegas y la devoción de una clientela que le atribuía dotes predictivas más allá del vademécum. Era un hombre pintoresco que se casó con una hija del tío Sardina de la Pobla que le asistía como enfermera en la consulta de la Ronda. La mujer sonsacaba a los pacientes sobre el tipo de dolencias que manifestaban, mientras el doctor Salcedo lo escuchaba todo detrás de un biombo. Luego, él hacía su aparición, escrutaba los ojos del paciente y aventuraba el tipo de enfermedad sin yerro posible. El médico también era conocido por «anunciarse» a través de la megafonía de la plaza de toros. Así, en medio de la corrida, éste era requerido a voz en grito: «¡Dr. Salcedo, preséntese en enfermería para una urgencia médica!», cuando en realidad era él quien pagaba al locutor bajo cuerda.

El cirujano de Durruti

Otro médico que llegó a Castelló tras la victoria de Franco fue el doctor Bastos, pero lo hizo en calidad de preso. Este padre de la traumatología moderna se había mantenido fiel al gobierno republicano hasta el final de la contienda. En el Palace, convertido en hospital de sangre, llegó a atender al malherido de bala a Buenaventura Durruti. Tras la derrota republicana, las nuevas autoridades lo confinaron al destierro castellonense del que con el tiempo pudo librarse al protagonizar un caso prodigioso. Se cuenta que Bastos, dada su pericia de cirujano, fue requerido para practicar una trepanación a la nieta del general Yagüe, pues a la niña se le había metido una chinche en el cerebro a través del aparato auditivo. La operación era harto delicada y cualquier roce del instrumental con la materia gris podía dañar a la inocente o incluso causarle la muerte. Con la tapa de los sesos convenientemente retirada, el bicho quedó a vistas y a merced del médico, que era plenamente consciente de lo que tenía entre manos. En ese momento, y ante el temor de que el pulso le fallara, Bastos pasó la lengua sobre los surcos laberínticos hasta que sintió que la chinche ya era suya. La operación fue un éxito y Yagüe, en muestra de agradecimiento, conminó al doctor a que pidiera lo que quisiera. Ante tal oferta, Bastos solicitó abandonar Castelló para trasladarse a Barcelona.

Entre los ayudantes de Bastos, en su corta etapa en la Plana, se hallaba el radiólogo Peris. Éste era un discípulo aventajado del doctor Raventós que, a su vez, había introducido la técnica del neumotórax en España. Peris, talante liberal, en los años de la guerra ayudó a «pasarse» a la Zona Nacional, por la montaña de Llucena, al doctor Francia, un amigo suyo de filiación falangista.

Al finalizar la guerra, el especialista en Rayos X y soluciones de bario fue llamado ante el tribunal de depuración. Allí, lejos de que se le reconociera su labor de Pimpinela Escarlata durante el Termidor frentepopulista, el magistrado le espetó: «¡¿Y usted por qué no se pasó?!». Peris, ante una pregunta tan comprometedora, llanamente respondió: «Señoría, porque no se me había perdido nada».