No me gusta la playa. No me gusta nada la playa, sinceramente. Puede que sea extraño en alguien que vive gran parte del año a apenas unos pocos metros de ella, pero es que es es realmente insoportable. La arena caliente que se mete hasta en el punto más recóndito de la piel, las duchas frías y sucias, el sol justiciero y eterno, los miles de bañistas que hacen de su parcelita de territorio, su ley€? Muchas cosas, en definitiva.

Siempre he tratado de escaquearme cuando se me ha propuesto ir a la playa. Porque la playa, como concepto, es aterradora. Hay señoras que hoy mismo ya están haciendo cola para coger sitio de aquí a dos meses. Peleándose por un polvoriento y contaminado rincón de vasta arena, para rebozarse, quemarse y nada más. El peregrinaje de los extranjeros a la playa es como una especie de religión. Una adoración a lo antiestético, antihigiénico y anticonstitucional, si me apuran.

Odio la playa, pero me encanta el mar. Remanso de paz y horizonte infinito. Sinónimo de quietud y sabiduría. De enormidad. De extensión totalitaria. De búsqueda de respuestas, jerarquía, idiosincrasia y respeto. De vaivén y de cercanía. De permanencia. De eternindad.

Odio la playa, pero nada reconforta más que una mirada al mar desde una vista privilegiada, alejada de montañas de arena y tumultos desproporcionados. Una mirada sincera al mar para saber hacia dónde, cómo y por qué. Aunque no siempre se encuentren respuestas, aunque la marea no sea siempre la mejor aliada y devuelva esa mirada con confianza y verdades, hay que mirar al mar. Hay que seguir mirando al mar. Alejarse de la playa y mirar al mar. Siempre.

A veces, rodeados de ciudad, es imposible mirar al mar. Alzar la cabeza, superando el ahogo y buscar el fino respirar de la brisa. Y no se puede. El mar no siempre está ahí, por mucho que se le busque. Es inviable vivir en una perpétua mirada al mar. Por eso, cada una de ellas ha de ser especial. Como si no fuera a haber otra.

Odio la playa. Odio haber venido hasta Ibiza para bajar a la playa. Ibiza, Linares, Haro, Córdoba... todas son la misma playa. Idéntica y ardiente. Pero seguimos bajando a la playa. Y es por eso por lo que hoy puedo escribir estas líneas levantando la cabeza y viendo brillar el sol reflejado en el agua. Mirando al mar.