Vivimos en un país en el que descalificar o amenazar a las mujeres refiriéndose a su sexualidad, su aspecto físico, su descontrolada histeria, su exceso de celo laboral o denigrarlas a categorías supuestamente inferiores, no solo está completamente normalizado en todos los estamentos de la sociedad, sino que, además, cuenta con el beneplácito de determinados defensores de la Justicia (con mayúsculas).

El Juzgado Número 5 de Instrucción de Castelló ha desestimado la denuncia de una funcionaria a la que un servidor público, sí, un servidor público electo que representa a nuestra ciudad, amenazó con ánimo de coaccionarla para que le dejara hacer su voluntad al margen de los legales procedimientos.

La jueza encargada del caso entiende que estos calificativos se enmarcan dentro del ámbito de la libertad de expresión, normal y necesaria, en el civilizado enfrentamiento en el trabajo diario que caracteriza la organización de las fiestas de nuestra ciudad. Máxime cuando ambas partes reconocen «mala relación por motivos laborales», y que «tales hechos ocurrieron fruto del acaloramiento en el seno de un enfrentamiento derivado de la aplicación de las normas reguladoras de la Administración Publica».

Vamos, que la funcionaria detecta que se está procediendo al margen de los procedimientos legales, lo hace saber, se ve amenazada y coaccionada para que «deje hacer», amparada en sus derechos denuncia y se encuentra con esta respetable sentencia en la que, además, se obvia la declaración como testigo de la concejal responsable del área festera para dejar no suficientemente acreditados los hechos y proceder a la sentencia absolutoria. Todo ello sin considerar el evidente trasfondo de superioridad machista que emana de las, ahora no suficientemente acreditadas amenazas.

El buen entendedor comprenderá que de esos polvos vienen los actuales lodos de desvío presupuestario y descontrol administrativo en el ente al que representa el denunciado y legalmente absuelto. Amenazar a una funcionaria nos sale bien barato.

Los insultos y amenazas machistas son el piloto automático de la sociedad patriarcal, la de los cuñados, los puteros y algunos representantes políticos. La sociedad de Óscar Bernán, concejal del PP de Palafolls (Barcelona) que dijo que Ada Colau, «debería estar fregando suelos». La de Félix de Azúa, académico de la RAE, que sugirió que la alcaldesa de Barcelona estaría mejor sirviendo en un puesto de pescado. La del presentador de Intereconomía que llamó «puta» y «malfollada» a la diputada de la CUP Anna Gabriel. La de Salvador Hernández, alcalde del PP de Carboneras (Almería) que pidió a una concejala socialista que se callase y guardase el respeto cuando estuviese hablando un hombre. La de Javier Nart, miembro de Ciudadanos,que dijo que si la mujer tiene una tara de origen «tiene que esterilizarse». La sociedad que normaliza la prostitución, el menosprecio a las mujeres, la corrupción y el compadreo beneficioso. La sociedad que calla cuando sabe que su vecina o amiga es maltratada, como recientemente hemos padecido en el asesinato machista de Benicàssim. La sociedad que calla ante injusticias, chanchullos y corrupción.

En una sociedad civilizada, que pretende la igualdad entre sus ciudadanos, es inadmisible que cualquier persona que ejerza labores de representación política o institucional, realice o avale comentarios machistas. Mucho menos, cuando cada semana enterramos a varias mujeres, asistimos a tres violaciones por día y 16 niños se han quedado ya huérfanos por violencia machista en España desde que empezó el año.

Y, por supuesto, que me mostraré intransigente ante cualquier muestra de corrupción, chanchullo o acto machista que en mi entorno observe. ¿Y tú?