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Infatigables

Llevo unas semanas aplazando lo inaplazable: volver a escribir columnas en esta esquina. Me niego remolón a aceptar la realidad, esa que dicta que nos espera otro curso largo e insano en el martirio de Tercera. Por lo pronto dejé por aquí al becario, a ese tal Pepe Beltrán, escribiendo artículos en agosto, pero el calendario me abordó el domingo con el estreno liguero en el destierro de Onda, sin espacio para estirar el escaqueo. En el modo albinegro advierto que es hora de mover el culo, desempolvar los bártulos y volver a empezar, aunque sea frunciendo el ceño y arrastrando los pies con indisimulada pereza. El dolor es infatigable. Nosotros también.

Ya casi no pienso en el penalti de Antonio en Gavà. Solo cuando me despierto por la noche y camino hambriento hacia la nevera. Solo en cada tanda de penaltis en la Copa América, la Eurocopa o los Juegos Olímpicos. Solo cuando peloteo con mi hija en la orilla del mar y la diversión se empapa de repente de un grisáceo aire fúnebre. Solo en la duermevela, cuando imagino cómo sería por fin un ascenso, y hasta los sueños terminan tristes. Solo cuando me embriaga la euforia de la borrachera y me lo estoy pasando demasiado bien, y solo cuando amanezco de resaca dudando si merece la pena vivir.

Pero nada. Ya casi no pienso. Antonio, Gavà, la Bòbila.

Nada.

La gente me pregunta si mi hijo Teo será del Castellón. Yo primero me acuerdo del penalti de Antonio en Gavà, otra vez, y luego contesto que educo en libertad. Cuando sea mayor decidirá, respondo. Decidirá si se compra la primera o la segunda equipación, añado. Es un poco aquella película de Billy Wilder, Un, dos, tres, y esa frase de Pamela Tiffin sobre su futuro bebé: «Cuando cumpla 18 años dejaremos que decida qué quiere ser, si un capitalista o un comunista rico».

En todos estos años, observo con desazón una pauta que se repite en bucle, porque no aprendemos. Aparece alguien, nos dice lo que queremos escuchar, camufla en nombre del bien común un interés particular, se aprovecha del dolor sincero de la hinchada con el discurso de la media verdad, y genera una herida. Luego ese alguien, tarde o temprano y se llame Blasco, Osuna, Jiménez, Barrado, Miralles o Chinchilla, se va. Pero la herida permanece.

Ellos se van, quiero decir, todos terminan yéndose, pero nosotros nos quedamos. Y cómo nos quedamos es algo que les suele importar bien poco.

Corremos también los albinegros un peligro relacionado y recurrente. La actual maleza dirigente no convierte en buena, ni siquiera en mejor, cualquier alternativa. Jordi Bruixola comenzó la suya de mala manera, manejando peones sibilinos, sin ir de frente, engañando a aficionados y políticos en aburridas intrigas, obligándonos a jugar al póker con las reglas del parchís, confundiendo al personal con mensajes equívocos, como si no hubiéramos tenido ya suficiente. La parte positiva, si va en serio, es que el paisaje jurídico del club, con las jugosas novedades del caso Castellnou, nos ahorrará culebrones y permite la rectificación. Si David Cruz deja de cumplir el plan de pagos, aquel que asome con dinero será en consecuencia el elegido.

Y por ahí, en ese estar preparado para, se debe canalizar la espera y la exigencia.

Las columnas que este verano iba a escribir y no he escrito. En un universo paralelo están ahí, con los triunfos al Logroñés en 1991, al Compostela en 1994, al Sestao en 1995, al Ciudad de Murcia en 2003, y tal y los que quieran, y con el penalti que metió Antonio en Gavà, y no ese otro en el que por supuesto ya casi no pienso.

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