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De soca i arrels

El padre Javier

Fue una persona muy querida en un barrio de fuertes contrastes sociales

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El pasado 27 de agosto, a primeras horas de la tarde, varios centenares de personas de edades y sensibilidades eclesiales diversas abarrotamos la iglesia castellonense de San Agustín, a pesar del calor y de la fecha, para despedir con emoción al padre Javier. La noticia de su muerte a los 82 años de edad había corrido discreta pero ágil desde el día anterior, sobre todo por las redes sociales, mientras sus restos mortales eran velados por las madres agustinas en su convento de Montornés (Benicàssim). Al término del funeral, el padre Javier fue despedido del templo en medio de un estruendoso aplauso con el que los asistentes les agradecimos por última vez su vida y su labor entre nosotros.

Francisco Javier Iraola Michelena (Rentería, 1934 - Castelló de la Plana, 2016) llegó a la comunidad castellonense de padres agustinos en 1963, pocos años después del retorno de esta orden a su antiguo convento de la calle Mayor, tras algo más de un siglo de ausencia, y en esta histórica comunidad religiosa, la más antigua de la ciudad, ha permanecido durante 53 años, algo realmente excepcional entre el clero regular. Atendió primero la propia iglesia de San Agustín y el centro vocacional que la orden tenía en lo que quedaba de su antiguo convento.

En 1974 fue nombrado coadjutor de la entonces recién erigida parroquia de Santo Tomás de Villanueva y en 1977 fue definitivamente nombrado cura párroco de la misma, servicio que desempeñó durante 27 años, hasta 2004. Ubicada la primera sede parroquial en la capilla de Nuestra Señora de la Consolación, en el homónimo colegio de religiosas de Castelló, el padre Javier comenzó a desarrollar en lo que entonces era una zona de ensanche urbano una actividad pastoral con sello propio, que alcanzaría su cénit con la consagración en septiembre de 1982 del nuevo templo parroquial en la calle Moncofa.

El barrio

Se le encomendó un barrio de fuertes contrastes sociales, familias muy bien posicionadas económica y socialmente en los altos edificios entre la avenida del Lledó y la calle de la Vilavella, familias muy humildes en un polígono Rafalafena que entonces terminaba en la calle Columbretes, una importante comunidad gitana y el cuartel de la Guardia Civil y un no menos significativo grupo de familias de «clase media» que habitaban principalmente los pisos en torno a la calle Rafalafena. Eran años de crisis económica -la del petróleo- en los que la droga campaba a sus anchas entre pobres y ricos, pero sobre todo entre los jóvenes, y años de mucho paro, de sueldos bajos y de precios altos.

A imitación de Santo Tomás de Villanueva, el padre Javier se distinguió por una vida austera y de entrega absoluta a su comunidad parroquial, especialmente a los más pobres. Como aquel santo, su lucha contra la pobreza fue insistente -a menudo molesta para muchos, los que más tenían- y su concepción de la piedad inteligente, pues había indigencias cuya complejidad no exigía menos.

Compromiso y solidaridad

Cultivó con ahínco una conciencia colectiva de compromiso y solidaridad entre la feligresía que a muchos nos hizo crecer con la idea clara de que no se puede progresar personal ni socialmente ignorando a quienes carecen de lo básico en nuestro entorno. Fueron múltiples sus actuaciones solidarias, algunas públicas y otras muchas privadas. No pocas familias pusieron en sus manos problemas económicos y de relación que siempre atendió con prudencia, generosidad y absoluta discreción. Se trajo a Benicàssim a las monjas agustinas de Mirambel, a las que tanto amaba, y creó en el nuevo convento de Montornés un espacio de relación entre vida contemplativa y laicado como pocos ha habido en nuestra diócesis. Se comprometió ante el obispo Cases Deordal a que fuera la propia comunidad parroquial la que pagara la construcción de su templo y lo consiguió, fundó en la casa parroquial una nueva comunidad de padres agustinos de la que fue el prior y abrió en su sótano uno de los primeros comedores de transeúntes de Castelló, y soñó abiertamente con aquella Casa de Jesús Caminante, un albergue para gente sin hogar que las circunstancias económicas ya no le permitieron crear.

La misión pastoral del padre Javier estuvo marcada por su fidelidad a los postulados del Concilio Vaticano II, de los cuales estaba plenamente convencido. Acercarse a él exigía poner en guardia la conciencia, a la que hacía trabajar tanto como al voluntariado parroquial, tanto como a su propia e incansable persona. Escrupulosamente respetuoso con la libertad de cada uno, más aún en materia de fe, dominaba el arte del discurso y no dejaban impasible a nadie que le escuchara.

Predicador de moda

En sus primeros años como sacerdote llegó a convertirse en predicador de moda, pero supo huir de aquel éxito sin dejar por ello de cultivar su virtud. Su apelación a la responsabilidad sincera y al compromiso honesto -el que nace del corazón- con la comunidad era constante. Manejaba el lenguaje con sencillez y mesura, nunca se alargaba más de lo necesario ni decía menos de lo suficiente y a menudo dejaba a su audiencia con la inquietud de tener algo personal por resolver. Era en opinión de muchos un hombre real y eficazmente sabio y, con el mismo arte que agitaba las conciencias, apaciguaba los corazones y los consolaba, y siempre, en todo y para todo, con Jesús de Nazaret como referencia primordial.

El templo de Santo Tomás de Villanueva de Castelló, diseñado bajo sus directrices, es un fiel reflejo de la personalidad del padre Javier y de su concepción general de la Iglesia y de la vida. Una edificación austera, muy funcional y serenamente bella a la vez, orientada a lo esencial, sin concesiones al adorno ni a lo accesorio, plenamente integrada en su entorno, original entonces y abierta a la luz solar y a la naturaleza, aunque esta fuera una recreación urbana del medio vegetal.

Discreto

Así era el padre Javier, un hombre de vida austera y sumamente discreta, aunque de un carácter paradójicamente áspero que no podemos obviar, pero tras el cual muchos adivinábamos una lucha permanente contra la vanidad y los afectos exclusivos y excluyentes. Fue capaz de abrir en medio de una sociedad en crisis económica y aún algo torpe en la gestión de sus jóvenes libertades políticas, un espacio de confianza y humanización para niños, jóvenes y adultos, aquellos que durante años frecuentamos los salones parroquiales en los que aún parece pervivir el eco de tantas palabras a las que hoy les debemos en buena medida la dignidad de nuestras vidas.

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