n la rueda de prensa al término del partido entre el Villarreal y el Celta, el preparador del equipo gallego declaró a los medios que la de la derrota recibida había sido una de las que más le había afectado y que estaba muy jodido. A la mayor parte de espectadores que habían depositado sus posaderas en los asientos de El Madrigal le había ocurrido exactamente lo mismo, pero al revés, respecto del resultado del partido y la manera de producirse, porque hasta el minuto ocho de iniciado el encuentro, el entrenador del equipo de Vigo creía que ganar en El Madrigal era más que probable para su equipo, mientras la mayoría de la feligresía amarilla entendía que la visita del Celta, como casi siempre, podía amargarles la tarde.

Las sensaciones de uno y otros se fueron sin embargo al carajo, cuando a los once minutos de partido el Villarreal ganaba por dos goles a cero, mientras los aficionados de casa se pellizcaban y al entrenador del equipo vigués se le ponían los ojos como platos. Todo había sido sin embargo extraordinario, una vez vistos los dos goles del italiano Roberto Soriano, tan eficaces para todo lo que faltaba por ocurrir, además de dejar pasmados a los espectadores y seguramente también al entrenador.

Faltaban nada menos que ochenta minutos de partido y todo podía ocurrir, pero tal y como se desarrollaban las cosas, los de casa comenzaron a entender que aquello prometía algo más. Cuando el árbitro mandó irse al descanso el marcador señalaba un tres a cero y las dudas se habían desvanecido. Era, visto lo visto, que era más fácil que el submarino marcara algún gol más, que los visitantes recortaran diferencias.

¿Qué había ocurrido? Había ocurrido, para empezar, que Escribá le había ganado la partida a su colega al plantear un partido a la contra, conocedor como es de que su fuerza, al menos hasta ahora, está en el sistema defensivo de su equipo y que todo a partir de ahí sale de la solidaridad que su equipo. Y ahí está, la presión desde arriba de todos para con todos, de manera ordenada y por lo mismo eficaz. Al Villarreal le han marcado cuatro goles en lo que va de liga y por casualidad no será. No lo es. De modo que el Villarreal le entregó la pelota al Celta sin el menor rubor y le destrozó a la contra. El Celta había llenado el centro del campo de piernas creyendo que así mandaría allí donde se cuecen los pollos, pero no contaban con que por allí andaban, majestuosos, Trigueros y Bruno, para filtrar lo que hiciera falta, entre líneas e incluso en largo.

Sin un fallo en la retaguardia y con un tsunami de talento arriba, los cinco goles cobrados resultaron ser la consecuencia natural de una pelea entre dos equipos desiguales: absolutamente resolutivos unos, irreconociblemente inocentes otros. El temor de la feligresía del Villarreal se sustentaba en los antecedentes habidos en el pasado inmediato y, además, en las rentas de la victoria sobre el Barcelona de Luis Enrique, por parte del Celta.

Pero hubo más cosas, porque comienza a ser inquietante el poderío físico de Castillejo, su velocidad y la facilidad del uno contra uno. Otro futbolista jovencísimo al que cualquier día de estos habrá que tener en cuenta en otras lides; lo de Sansone y Soriano ya aclimatados, es asunto de grandísimos futbolistas, a los que se ha unido Bakambu, que también marcó su gol y se mostró particularmente participativo. La gente de la retaguardia, propiamente dicha, decidió que allí no iba a pasar ni el aire y ni el aire pasó.

El Villarreal es quinto en la tabla clasificatoria, un lugar donde la climatología resulta agradable, la compañía, también, siempre que no se desmande y hasta es posible que andando el tiempo ni nos acordemos de según quién, lo que sería una noticia fastuosa para con otro quién.

El estadio que será más pronto que tarde nombrado «Cerámica Estadio» -es mi aportación al resto de alternativas- ha comenzado a ser vestido del color que toca, con la armonía que toca y que promete más atractivos a las ideas que todavía quedan por llegar. Como los goles.