La sola evocación de las migas de un bollo esponjoso sumergidas en una taza de té y capturadas por una cucharilla hacía regresar a la infancia al protagonista de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Se ha sabido ahora, por los borradores de esta obra, que el novelista francés dudó entre referirse a una magdalena, a un tostada de pan o a una simple galleta.

Los castellonenses, en cambio, si hemos de recordar algo sobre las magdalenas no dudamos ni un segundo, la mente nos conduce inevitablemente a las fiestas fundacionales. En un rincón de la amígdala guardamos los recuerdos de la semana grande, como una sucesión de ritos iniciáticos. «¿Quin fillol oblidaria la rabassa maternal?, rezan los versos del Pregó de Artola; ¿quién puede olvidar una magdalena, proustiana o no, incluidos esos rollos cuaresmales que dan en el ermitorio?

Centrándonos en estos flashes que recibimos a través de las papilas gustativas, no podemos evitar conducirnos hasta la calle Mayor, la arteria principal de la ciudad. Allí, el bar OAR, (ya clausurado), en el «dia és arribat», abría sus puertas a los romeros para que se desayunaran con su barreja, un compuesto vivificador a base de cazalla y moscatel. Y mediando sólo un portal, cuando pasamos por la acera del viejo Simago, por los surcos de nuestra materia gris nos retorna el retrogusto de aquellas delicatessen a granel que fueron las rosquilletas de Margarita la Mustia.

Mejor fortuna que las rosquilletas y las barrejas de autor han corrido las papas García y les figues albardaes de Toni el Figuero, que han sobrevivido y sobrepasado los límites municipales.

También, y sin dejar la Zona Cero de la nostalgia, los rollos de cabello, las pelotas, las trenzas y los panquemaos del horno de Macián; o las cocas saladas o dulces de la añorada panadería Babiloni, de la calle Cervantes. Y los chimos, los jaimitos de El Chato, El Buen Gusto y la Pilarica. Todas han desaparecido del paisaje urbano, pero aún permanecen entre nosotros como la bollería más proustiana.

«La llengua de Castelló»

En el año 2007, el artista Antoni Miralda, el mismo que en 1992 había casado el monumento de Colón de Barcelona con la estatua de la Libertad de Nueva York, realizó para el Espai d´Art el taller Tramussos i cacauets, una propuesta que analizó nuestra gastronomía más festiva. El clímax de esta acción se alcanzó cuando en plena Magdalena los castellonenses vimos aparecer una mesa, en forma de lengua infinita, en la que no faltaba ninguno de los elementos que hoy hemos recordado aquí­­.