Si algo bueno tiene la Tercera División, que es mucho decir eso, es que en lugar de idolatrar a multimillonarios que andan de paso arrimas el hombro con tíos que son de carne y hueso, pero honran con sudor la camiseta cada domingo. En ese sentido, Castalia se ha ido haciendo sabia en la materia durante todos estos años. La antaño grada caníbal ofrece ahora una comprensión infinita ante las limitaciones técnicas propias de la categoría. Con un cariño casi paternal, Castalia exige lo que debe exigir en el paisaje presente: esfuerzo innegociable.

Así el respeto es mutuo: los jugadores están a su vez orgullosos de sus hinchas. Lo comprobé en el pasado play-off, que deparó una preciosa historia futbolística que seguro algún día seremos capaces de valorar. El vestuario asumió con honor la responsabilidad de representar a toda esa gente que permanecía irracionalmente fiel en el panorama más complicado. Se comprometió por esa gente más que por ellos mismos. Sintió profundamente el desenlace más por esa gente que por ellos mismos.

Algo similar observé en Miralcamp, el otro día, con final inverso.

Aquel espíritu que germinó con Kiko Ramírez ha continuado con Frank Castelló. El legado no es baladí, porque nos quejamos a menudo de la falta de relato que arrastra el Castellón, y aquí asoma la oportunidad de abrazar una identidad futbolística capaz de inspirar a toda una ciudad. La del equipo orgulloso de lo que representa, el equipo que jamás se rinde [y cómo triunfaría que el Castellón fuera para siempre el equipo que jamás se rinde]. Porque salen unos, llegan otros, se malvive en la injusticia y se acostumbra a la marejada majara de Cruz, pero esa seña de identidad del equipo permanece. Y si el Castellón se salva, si sale de esta, si termina el secuestro y va subiendo escalones, nada me gustaría más que conservar esos rasgos fuera en la categoría que fuera. Que no se olvidara jamás aquello que se aprendió en Tercera.