Falleció el padre de mi compañero, director y siempre amigo Pepe Beltrán Lamaza, delegado de Levante de Castelló y he de confesar que pocas noticias de un óbito me han dejado más estupefacto y apenado. Hace un par de días Pepe Beltrán me comunicaba el ingreso de su padre en el Hospital General a causa de un grave problema coronario. Afortunadamente, al día siguiente del ingreso me reconoció que la mejora era palmaria, tanto que le señalé mi intención de ir a visitarle en el hospital este miércoles, hecho que le alegró sobremanera porque sabía que Pepe Beltrán Mundina, respondía, en plenitud, al afecto que yo le profesaba. «Hazlo „me dijo„ creo que se animará». Cuál no sería mi sorpresa, con esos antecedentes, al recibir ayer la triste noticia de su óbito. Ahora estas líneas quieren cumplir con mi promesa de visitarle, evocando su recuerdo en los minutos que estoy en el ordenador escribiendo este obituario. Y es que recordar a Pepe Beltrán Mundina obliga, a todo el que le conoció, a esbozar, de inmediato, una sonrisa de complicidad, porque él era uno de los personajes más afables y simpáticos de Almassora, que abría los brazos en un gesto de acogedora amistad, franca y campechana, cuando se daba la circunstancia de encontrarle.

«No creo que hubiera nadie en Almassora con quien no se llevara bien», me comentaba anoche Carmen su viuda. Y era cierto. Nuestro amigo gustaba compartir su alegría contagiosa con la de los demás. Extrovertido, bondadoso, sincero y cordial, era una de esas personas con las que nunca te cansabas de conversar y a la que siempre te alegrabas de ver.

Entregado a su trabajo a su familia y a sus amigos, tenía en su conciencia personal una filosofía agraria, con una ética especial que le confería la tradición de su vínculo con el mundo rural, en el que con un apretón de manos se cerraba un trato sin que hubiera necesidad de más rúbricas. Hombre de palabra, de conciencia y de responsabilidad, era por otra parte generoso en gran extremo. Nunca me consintió pagar un almuerzo o un café cuando nos encontrábamos en el bar del Sindicato de Almassora. Gustaba de ser rumboso con los que apreciaba, en una manifestación de lo hospitalario y considerado de su carácter. Y entre las muchas virtudes no quisiera olvidar su inteligencia despierta y ágil, su sagacidad y su reflexión sutil y siempre ponderada.

Pepe Beltrán Mundina tenía en su pueblo el apodo de «El Blanco» y bien le iba. Blanco como sinónimo de limpio, transparente, radiante, íntegro, intachable y despejado. Yo que siempre he sido aficionado a la copla le decía con cierto humor socarrón que era tan pinturero como el popular cantador que tantas películas hizo con Carmen Morell. Le hacía una gracia especial que le llamase así, Pepe Blanco, como el reconocido artista de los años 50 y de inmediato, haciendo gala de su humor ágil me contestaba: «Si pero yo soy más gracioso y más castizo que él» y, posiblemente, no le faltaba razón. Y lo decía sin engreimiento ni jactancia, antes bien, siguiéndome la guasa.

Ayer, en la hora que estuve en el tanatorio, hubo un constante desfile de amigos que venían a mostrar su condolencia a su mujer y a sus hijos Carlos y Pepe y es que bien está que se valore y reconozca el mérito de los ilustres, científicos, empresarios, políticos o artistas renombrados?Pero mejor es que se ponga en el mismo ras a un hombre de bien, por el mero hecho de serlo de cuerpo entero. No quedan muchos de ese nivel. Incluso ayer, en los comentarios de todos, Pepe Beltrán Mundina seguía siendo un ejemplo.