M iguel Ángel Moyá, el portero del Atleti, dijo el otro día que haber perdido dos finales de Champions con el Madrid les daba fuerza. Leí las declaraciones así como de pasada, y las volví a leer para cerciorarme de la gravedad del asunto. Creo que no veía nada igual desde que le dije a mi novia, cuando empezamos a salir, que el fútbol me gustaba lo justo, que el fútbol me gustaba y a quién no, que el fútbol me gustaba pero no demasiado.

La verdad es que cada uno encaja los traumas de la manera que puede, mal que bien, y la mentira a menudo no es más que un lícito mecanismo de defensa. Lo que comentó Moyá no es nuevo y sí bastante humano. El máximo rival te ha ganado dos veces el partido más grande que a nivel de clubes un futbolista puede jugar, y las dos veces con un punto extremo de crueldad. Qué vas a decir y, en el fondo, qué más da lo que se diga. Lo de Moyá es habitual en las historias redentoras que lucen en el deporte, pero añade el matiz cronológico. Moyá lo dice antes de alcanzar un final bonito y peliculero, antes de que la herida sea cicatriz, y por eso me chirría, por eso directamente no me lo creo.

Los Spurs de San Antonio perdieron en 2013 un anillo que tenían ganado. Dejaron escapar una amplia ventaja en el sexto partido de las finales. Perdieron luego el séptimo y definitivo, completando el descalabro. Gregg Popovich, el entrenador, inició la pretemporada siguiente programando ese sexto partido al completo, en una tortuosa sesión de vídeo. Lo de Popovich era un tormento. Contaba que durante esas semanas, esos meses, no había día sin que pensara en esos tiros fallados, en esos rebotes mal cerrados, y el día en que milagrosamente escapaba de la impiedad de la memoria, llegaba alguien a la hora de la cena y se lo recordaba. Los Spurs ganaron el anillo en 2014 contra Miami, rubricando la venganza. Alguno dirá que fueron campeones por aquello; yo opino a grito pelado que fueron campeones a pesar de aquello.

Las historias de venganza siempre funcionan, las escriba Radomir Antic o Quentin Tarantino. El Bayern de Munich perdió la final de la Champions de 1999 en el tiempo de prolongación, como recordarán, y levantó el trofeo dos años después en aquella tanda de penaltis con el Valencia. Este verano, cuando el Castellón perdió el ascenso en el campo del Gavà en otra tanda de ida y vuelta, tras desaprovechar un penalti para la victoria que hubiese coronado meses de agónico sufrimiento, hice un poco la de Moyá y recordé aquellas palabras de Kahn. «La fuerza para hacer ese camino la sacamos de aquel dolor», dijo el portero del Bayern, en plan místico, después de ser campeón, claro está. Que le hablen a Cañizares, el portero rival, de caminos, dolores y fuerzas.

Porque no. Que no os engañen. No hay ninguna grandeza en la derrota. A mí el dolor de Gavà solo me amarga la existencia, me estropea las duermevelas, se me aparece de improvisto para ensombrecer cualquier momento luminoso. Quizá si el Castellón sobrevive, sube más pronto que tarde y estoy allí para verlo, seré capaz de valorar aquello. Saber perder es una mierda, porque implica perder, que es la mayor mierda. Si te gusta perder, si no lo odias a muerte, es que has ganado mucho y perdido poco, como ese adolescente de vida feliz que escucha canciones tristes deseando que le pase algo malo, para poder entenderlas al completo. No hay valor especial en la literatura de los derrotados, en el elogio del malditismo, no hay mérito alguno en ser pobre y modesto. El mérito es competir y ganar, superar ese pequeñismo simpático y cómodo que nos invade. Dijo Leopoldo María Panero que el fracaso es la más resplandeciente victoria, pero si acabó en el manicomio sería por algo, hagan ustedes las cuentas.

Tan peligrosa es la obligatoriedad de la victoria como la mitificación de la derrota. Lo bonito es ganar, saber ganar, y coleccionar vídeos victoriosos que ver en Youtube, para siempre, en las noches de insomnio.