Cuando el gobernador civil prohibió en 1961 y 1962 los toros en las calles de todos los municipios de Castelló, Almassora fue de los pocos que incumplió la orden, con la consiguiente bronca para el entonces alcalde Vicente Claramonte. Aquel gobernador civil, además jefe provincial del Movimiento, era Carlos Torres Cruz, quien lógicamente seguía las consignas jerárquicas del régimen, sin que por ello nadie se haya atrevido a tachar de antitaurino a Franco, pero esa es otra historia.

Lo que vengo a resaltar es la tradición taurina de Almassora, que tantos elogios genera en el mundo del bou, no en vano se compran un notable número de astados merced al desinteresado trabajo de las peñas y collas de la localidad. Igual ocurre con la Vila, un recinto taurino modélico, loado tras las modificaciones introducidas en la década de los 90, incluidos los nuevos toriles, y el respeto con que se venera a los animales. Todo ese esfuerzo podría venirse abajo por una simple cuestión semántica.

Cuando Almassora incorporó los encierros de toros cerriles a su programación lo hizo con modestia pero con brillantez, al nivel de poblaciones con mayor arraigo en este tipo de exhibiciones como Onda y la Vall, pero cuestiones presupuestarias han impedido su continuidad. Y hasta ahí nada que reprochar. Como tampoco merece crítica la apuesta por la innovación y la imaginación en la confección del programa. Pero hay inventos que chirrían.

Digo del engendro de un «desencierro», una insustancial cuña que deviene norma para prolongar el siempre poco vistoso y menos emocionante encierro de toros de corro que sustituyen a los cerriles. O ayer, con el pretendido encierro de jinetes, caballos y cabestros.

Ya que no hay dinero para emular el sin par espectáculo de Pamplona, o copiar la Entrada de Segorbe, en aras de un purismo taurino y, sobre todo, académico, habría que llamar a cada cosa por su nombre. Para el primero de los casos, propongo el más realista «correcalles de ida y vuelta». Para el segundo, se podrá aceptar el «desfile» en aras del glamour de todo evento hípico, o ajustándose más a lo visto, una «matxà» fuera de calendario.

Podrá parecer cuestión menor, pero a mí no me lo parece. Seguro que a nadie se le ocurrirá llamar concierto a la murga de las charangas. So pena de rebautizar también como biblioteca los kioscos de venta de revistas, o calificar de lienzo un pobre cartel de fiestas, que ya les vale.

Para poner en valor nuestras tradiciones taurinas no basta con abrir el toril o programar divertidas actividades paralelas. Hace falta primero que nada creérselas, vivirlas, sentirse orgulloso de ellas. Después ser respetuoso con las mismas. Cambiar el nombre de las cosas no parece la mejor promoción, suena más a una apuesta de futuro por todo lo contrario. Y eso es trampa.