Cuántas veces hemos presenciado una rabieta de un niño y hemos criticado (voluntaria o involuntariamente) la actuación de esos padres. Pero ahora nos toca a nosotros pasar por esas situaciones y ¡aaaaaay! ¡Qué sencillo es hablar desde fuera!

Hay que tener en cuenta que cada niño tiene su propia idiosincrasia y su personalidad se ha ido desarrollando (casi) sin darnos cuenta de un modo característico, según las circunstancias que le ha tocado vivir y cómo nosotros, como padres, le hemos educado. Aún así, existen características propias de la madurez infantil que nos explican los motivos de estos estallidos de ira descontrolada, por lo que podemos actuar en consecuencia. Empezamos a hablar de episodios de rabietas a partir de los 2 años del niño, ya que es la etapa en la que empiezan a comunicarse y pueden expresar sus deseos, aunque mucho antes ya se experimentan en menor medida. Estas reacciones se deben a una falta de habilidades para gestionar la frustración, unidas a una perspectiva del mundo muy egocéntrica y a una dificultad para comprender los periodos temporales. Esto no quiere decir que las rabietas se obvien y no se trabajen hasta que el niño tenga todos estos conceptos desarrollados, no. Lo que nos dicen es que es el momento de empezar a asentar las bases de una disciplina adaptada a cada momento evolutivo del niño, pero siempre (en la medida de lo posible, vamos a ser realistas) desde un trato asertivo, calmado, consistente y de plena consciencia.

Ante una rabieta, primero, mantener la calma y conseguir la del niño (o por lo menor reducir la expresión de rabia). Habrá niños que necesiten el contacto directo mediante abrazos o caricias y otros que necesiten un tiempo antes de aceptar esa proximidad. Para conocer a nuestros hijos hay que utilizar el ensayo-error, no hay otro modo. Nuestro lenguaje debe ser sereno, repitiendo los mensajes de tranquilidad.

Después hay que reconocer sus sentimientos. El niño puede que no entienda bien lo que siente, pero lo experimenta realmente, por lo que es aconsejable hablarle de emociones, permitiéndole reconocerlas y sentir que no son rechazados. Por ejemplo: «Sé que estás enfadado», «veo que sientes rabia», «ya se que estás furioso». De este modo empiezan a ponerle nombre a sus emociones y no las sienten extrañas. Sentirlas es normal, pero también se explica que la forma de demostrarla no es adecuada.

Hay que dar explicaciones. Adaptarlas a la comprensión del niño, pero siempre darlas. Es habitual que el niño insista, pero nosotros también debemos hacerlo. De una forma calmada pero firme.

Y dar alternativas. Es el momento de mostrar alternativas de comportamiento si su demanda es factible, de demorar la gratificación a su momento oportuno, o de ofrecer otras opciones si no es posible. Por último, agradecer su respuesta. Si su actitud mejora y rectifica es muy valioso el reconocer su esfuerzo y buen hacer mediante el cariño y palabras de refuerzo.

Si este modo de gestionar las rabietas de nuestro hijos lo realizamos consistentemente, aprenderán un modo adaptativo de gestionar sus emociones negativas.