La noticia no abrió ningún telediario, informativo radiofónico alguno, ni fue un titular en la primera de ningún periódico de papel. Mereció, eso sí, ser publicada, porque sigue habiendo periodistas que siguen atentos a noticias que tal vez «vendan» poco pero aportan mucho. La noticia nos contaba de una madre que, con un bebé en brazos, acudió a una oficina pública para resolver algo relacionado con la burocracia oficial, eso tan farragoso en este país de burócratas. Al bebé de la señora, por alguna razón desconocida, incluso para su madre, lo que ya es decir, le dio por llorar y llorar, mientras su madre esperaba su vez. Ante semejante contratiempo el funcionario que atendía la ventanilla, se dirigió a la madre del bebé llorón, invitándole a que esperara en la calle su turno o simplemente abandonara al local dado que los lloros del bebé molestaban. Ha habido reacciones, el funcionario habrá sido reprendido, o no, y la madre del niño que lloraba resolvió sus papeles, o tampoco, según el humor de unos y de otros y hasta la próxima. Los funcionarios, así en general, tienen mala fama y como siempre que generalizamos, acabamos siendo injustos. Pero siguen pasando cosas como las consecuencias del niño que lloraba y el funcionario que pretendía reafirmar su pretendida autoridad sobre la ciudadanía, sin atender a que el niño también es un ciudadano que paga impuestos y que de sus impuestos se pagan los sueldos a los funcionarios. Si el cliente siempre tiene razón, los funcionarios también y más si cabe.

En el fondo de este episodio late la idea del opositor a una plaza en cualquier institución pública. Aprobada, el ya funcionario entiende su puesto de trabajo con un sentido patrimonialista del puesto. Nadie le podrá poner en la calle hasta que sea llegada la hora de jubilación y aquí paz y después gloria. Tal vez, entre los ejercicios preparativos de la oposición no se incluya, o sí, la idea de servicio al ciudadano como premisa. Sea como fuere, reconoceremos que los bebés, lloran, que las madres puedan necesitar la atención funcionarial y que no todas disponen de una nurse a la que dejar al cuidado del retoño. Los lloros de un bebé pueden molestar, más o menos, pero los funcionarios tienen la obligación de atender a la ciudadanía, porque es su deber. «Yo hice una oposición, la gané, el puesto de trabajo es de mi propiedad y los demás pueden decir misa». Vale, pero los bebés tienen derecho a llorar si les aprieta el pañal y cuenta con paga. Es claro que en este caso se está ante un episodio menor, pero tal vez por eso mismo la decisión de poner en la calle a la madre y al niño que llora resulta particularmente grave. Puesto que no es posible prohibir a los bebés llorar en cualquier institución pública, conviene a la razón, en cualquier caso, cambiar el orden de la cola en beneficio de todos. Una cuestión de generosidad en el tiempo o de aguantar los lloros.

La burocracia es lenta por definición, cualquier emprendedor, poseedor de una idea más o menos interesante desde un punto de vista profesional, sabe que montar un negocio en España está sujeta a los papeles necesarios para su autorización, que lleva su tiempo. Ventanilla tas ventanilla, serán necesarias gestiones farragosas que retrasarán la puesta en servicio de aquello que se pretenda poner en marcha, retrasos que no son culpa de nadie, pero resulta inaudita la tardanza. Si con la Iglesia topó el Quijote como bien explicó a su escudero Sancho, con la burocracia topamos el resto de mortales españoles para resolver nuestra relación con la administración pública, da igual si pretendemos abrir una oficina de farmacia como un puesto de periódicos.

Resulta particularmente cargante la lentitud de la justicia y puesto que la justicia lenta acaba por ser injusta, al menos es exigible el derecho a que deje de serlo, injusta quiere decirse, dicho además como ejemplo a seguir para con cualquier tipo de servicio a la comunidad. La justicia, pero también el resto de servicios públicos. Llegados que han sido los tiempos del cambio del bolígrafo por el ordenador, la desesperante espera para cualquier autorización pública suena a retraso intolerable, pero en esas estamos.

Como contrapartida la ciudadanía tendrá que afrontar en tiempo y forma una multa de tráfico, cuya sanción deberá abonar sin contemplaciones en el plazo indicado y de no ser así pagará el recargo a aplicar sin excusa ni pretexto, para, llegado el caso, sufrir el correspondiente embargo, y no hay más cera que la que arde. Cualquiera de nosotros dispone de algún ejemplo personal en esa diferencia de derechos y deberes para con la administración pública, tan necesaria como lenta, cargante, y por lo mismo necesitada de un cambio urgente y eficaz. Es llegado el tiempo de cambiar los legajos por el auxilio de las nuevas técnicas y ya puestos recordar a los servidores públicos el deber de atender a quien necesita de su ayuda y hacerlo con la actitud que resulta menester.

Todo lo dicho, obviando a los millones de funcionarios públicos profesionales en el sentido más profundo de la palabra, digo del profesional que profesa su sentido de servicio a los ciudadanos que necesitan de su capacidad para la solución de asuntos menores o no tanto. Cuanto menor sea la preparación intelectual del ciudadano, mayor debe ser el compromiso del servidor público. Un grano no hace granero, pero ayuda al compañero y si bien es cierto que a la prensa tal vez solo salta el niño que lloraba, mientras millones de asuntos son resueltos gracias a la eficacia funcionarial. Si un día desaparecieron los manguitos, la pluma y el tintero, acabemos también con lo que el asunto tenga de leyenda urbana.