Cambiar es uno de esos infinitivos que amilanan. Cambiar de pareja, de ciudad, de casa, de operador telefónico, de bar, de eléctrica, de voto, de colonia, de médico, de ordenador, de mascota, incluso de opinión, incluso más traumático, de móvil, puede entrañar una sucesión de traumas que pueden llegar a cronificarse. Solemos presentar una reluctancia al cambio que nos ancla en lo que nos gusta tachar de consolidado y solemos igualmente arremeter contra quien nos saca de ese territorio confortable de lo conocido, de lo familiar. Cambiar como verbo sudoroso que nos exhuma la fragilidad de nuestra condición humana.

La última «herejía» de la Academia de la Lengua ha sido la aceptación de «iros» como construcción que pluraliza el imperativo del verbo ir. Hasta ahora las formas correctas eran la dupla que conformaban «idos» e «ios» que, en puridad, apenas utilizaba nadie (las novelas están repletas de diálogos en los que «idos» hubiera sonado más a errata que a acierto léxico y a sabiendas de su incorrección, se utilizaba el «iros»), pero ahora la Academia ha cedido ante el trueno de lo popular y ha admitido ese «iros» mayoritario en el habla y la escritura incluso entre la élite cultista de la cultura y casi me reitero.

Como suele ser habitual en esta España dual en proporciones similares, dos facciones disyuntivas han desplegado sus arsenales argumentales y han aplaudido la iniciativa los recientemente bautizados como «todovalistas» (término que pronto recogerá también el máximo órgano regulador de la lengua) y la han denostado los puristas. Sorprende la cantidad de estos últimos que aparecen en los nuevos foros del saber, ejem, en los que han derivado Facebook o Twitter. Sorprende el sinnúmero de detractores de la medida de la RAE cuando si rastreáramos en sus comparecencias ni el «idos» ni menos el «ios» deben figurar en las de demasiados voceros contradictorios de lo puro. Un exponente de la justicia de los teóricos que defienden lo ajeno.

La lengua es un incesante acomodar del vocabulario a los tiempos. Nadie que no pertenezca a una generación inminente a dejar de tener presencia respiratoria en el planeta utiliza niqui, ni pardiez, ni siquiera Letizia la yogui emplea cuchipanda; ni dandi, ni casi leprosería por la erradicación de la enfermedad, ni lechería, ni ultramarinos por la desaparición de este tipo de establecimientos. No sólo los adjetivos y los sustantivos, sino también los tiempos verbales y las construcciones nacen, crecen, se reproducen, o no, y mueren o cuando menos, languidecen salvo las esenciales, resulta hasta ridículo ese numantinismo recalcitrante (en decadencia) de quienes han hecho de la aceptación de «iros», una cruzada personal.

Parecido debieron resistirse quienes, hace ya algunos siglos, creían que fierro, fablar, fermosura, filio, debían seguir manteniendo intacta su pronunciación, que de poco valía que el vulgo se hubiera decantado por pronunciar (que no escribir, dado el índice de analfabetismo) hierro, hablar, hermosura e hijo, contraviniendo así la sacrosantez de una lengua noble y esplendorosa como el castellano. Sin embargo, los cursis de salón que defendían la perpetuación de lo que ellos entendían como cultismo, se vieron abocados a claudicar y aunque debió haber quienes defenderían «a fierro» (que aún se utiliza en algunas zonas de Iberoamérica) hasta su hora final, se acabó imponiendo la «h» y aún perdura.

Esta opinión no pretende dejar expedita la vía a la vulgaridad en el lenguaje ni a la intromisión en el diccionario de vocablos y expresiones que sólo son fruto de modas, de tendencias, de caprichos y no de un uso continuado, pero habrá que aceptar que la inclusión en el diccionario de birra como sinónimo coloquial de la cerveza es producto de la reiteración de su uso, y que términos de reciente incorporación a la normalidad del diccionario como antipersona, brik, intranet, naturópata, tuitero, wifi o maría, referida a la marihuana, constituye la respuesta de una RAE, a la que de ordinario se ha tratado de premiosa en incorporar los cambios del lenguaje al academicismo, a una evolución tecnológica, relacional y cultural de una sociedad que señala siempre al Norte.

Pero queda molón (nadie utilizaba molón en los 50 y aun así hoy está en desuso), que los adalides ocasionales de la cultureta se hagan eco negativo de una adecuación verbal tan extendida como razonable evolutivamente en su fonética; de ese modo intentan sobresalir de una masa a la que juzgan analfabeta, que puede que en algunos aspectos relacionados con la domesticación de las creencias, lo sea, o casi.

Pero la aceptación de «iros» sucederá en septiembre. Durante lo que resta de julio y agosto todavía esos exégetas de la pureza podrán sancionarnos, cuando menos afearnos, el empleo de «iros» en sociedad. No deja de ser el plazo una necesidad de aclimatación por razones de adecuación normativa en todos los soportes de la RAE. Y porque a la postre, en agosto casi no hay necesidad de recurrir a lo ortodoxo para comunicarse. Pronunciar «ios a la mierda» en un chiringuito de playa con una birra delante no dejaría de ser una paradoja léxica que podría cortocircuitar las mentes recalentadas de los vacacionistas ¿o se podría escribir vacacionandos? ¿quizá también vacantes?

Cambiar como necesidad, como encaje de las sucesivas partes emergentes en el todo que conforma una sociedad compleja y múltipla de sí misma, cambiar para que pioneras como Lola Flores se vean reparadas de tanto escarnio populachero como provocó su «irse», que escrito sin sarcasmo me sigue sonando más galante a los oídos que «ios».