La otra vía de promoción hotelera, sin tanto ringo rango pero de mayor popularidad que las cuitas pontificias de antaño, era el séptimo arte. Peñíscola había sido un plató de película y, aunque Roma también le había tomado años de delantera con su Cine Citá de cartón piedra de Mussolini, allí las piedras son auténticas. Después de Calabuch de 1956, en 1961, llegó el rodaje de los planos exteriores de El Cid, la superproducción que dirigió Anthony Mann.

Aquello fue el desembarco de Normandía pero de cámaras, grúas, sastresas de vestuario, operadores, electricistas, maquilladoras y con un Charlton Heston que cabalgaba al galope sobre la arena peñiscolana. El actor, en el papel de don Rodrigo Díaz de Vivar, comandó a centenares de extras entre los que se encontraban numerosos vecinos del Maestrazgo que acudían a cambio de un bocadillo de tortilla y veinte pesetas diarias, y los reclutas del regimiento Tetuán 14 de Castelló que fueron movilizados para la ocasión. Uno de ellos, ataviado con chilaba, apareció luego en un fotograma luciendo un modesto reloj de pulsera. Eso sí, el perfil de la fortaleza del papa y su playa mundana quedaron fijados para siempre en la retina de los espectadores que acudieron por millones a admirarse de aquellos moros y cristianos en technicolor.

La primera edición del Festival de Cine de Comedia arrancó en junio de 1988. Los organizadores contaron para ponerlo en marcha con la complicidad de Luis García Berlanga, que, además de presidente de honor del jurado y maestro de ceremonias en primera gala de clausura, fue su principal mejor valedor en los inicios. Y es que la idea misma de la celebración de un festival de cine en una población de costa fue el motivo de inspiración de una película que el cineasta valenciano jamás llegó a realizar. El guión de El Gran Festival, así se titulaba el film non nato, contaba un argumento semejante al de la historia del evento castellonense: los propietarios de un casino de una población turística cualquiera, para animar el negocio que atravesaba dificultades, ponen en marcha un festival de cine; de este modo, piensan que la presencia de actores y directores de fama atraerá al público hasta las mesas de juego. La idea, a la postre, concluye en fiasco. Aunque el argumento no pasó del papel al celuloide, bien podría decirse que constituye la trama de algo que también ocurrió en la realidad. El festival había sido alumbrado con la finalidad so pretexto de relanzar la actividad económica hotelera. Pero, poco a poco, la cita cultural que precedía al verano en Peñíscola fue degenerando en un encuentro de escaso interés para los cinéfilos, mucho más próximo a los viaje del Imserso y a la beneficencia de la Casa del Actor que a Cannes, Venecia o San Sebastián.

Y es que los cómicos del palmarés que desfilaban por su alfombra roja eran casi siempre los mismos que cada sábado echaban la tarde con su principal fan, el periodista José Manuel Parada, en su Cine de Barrio de la televisión. Edición tras edición, estos secundarios de la cinematografía española devenían, ante los ojos de los espectadores, en devaluados figurantes sin frase que acudían allí únicamente a pasar una semana a gastos pagados para retratarse junto a las estrellas invitadas, actores del nivel de un Bud Spencer, un Peter Fonda o una Bo Dereck, y poco más. En consecuencia, los peldaños de la escalinata que antaño apuntaba el camino de ascenso de la villa marinera hasta la cima del Séptimo Arte comenzó a indicar un sentido descendente. Así se llegó al momento en que la dirección del festival de cine de comedia alumbró la idea desesperada de otorgar el Premio Calabuch en Palm Springs (California) al chimpancé de edad avanzada que bien pudiera no ser la verdadera mona de Tarzán.