Pasados unos días de la masacre de Barcelona, conviene al sentido común, que diría don Mariano, sacar algunas conclusiones respecto de lo fácil que resulta poner patas arriba a una ciudad, sumir en la desesperación a más de un centenar de familias y cobrarse una larga decena de vidas inocentes, en buena medida ciudadanos que habían decidido pasar sus vacaciones en España, entre otros reclamos porque España es -era- un país seguro y no como otros machacados por el terrorismo islamista, que lo llevan a cabo en el santo nombre de Alá, hay que joderse.

España ya no es un país más seguro que los demás, porque tampoco lo ha sido nunca, si lo comparamos con el resto de miembros de la Unión Europea: cuatro "mataos" y dos furgonetas alquiladas se han llevado por delante hasta trece vidas humanas, de momento, un centenar de heridos, algunos de notable consideración, han sembrado Catalunya del horror más sanguinario y han dado al traste con la hasta ahora supuesta superioridad de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, en relación con sus colegas europeos porque, se decía, la experiencia vivida en la lucha contra ETA les había convertido en policías más expertos que todos los demás.

Desgraciadamente no es así, porque salir a matar, para algunos, es tan fácil como salir de caza a por la perdiz, o más. Los analfabetos islamistas, con la promesa de que en caso de morir en el empeño de matar tienen reservadas en el paraíso hasta siete vírgenes para ellos solitos, alquilan una furgoneta, o dos, enfilan la Rambla, Canaletas abajo, y siembran la muerte desde bebés hasta ancianos tal que si estuvieran entreteniendo sus ocios en una bolera. Facilísimo de hacer, dificilísimo de evitar, como no sea sembrando los accesos a las avenidas más o menos centrales de las grandes ciudades de bolardos de quita y pon, ahora abro para residentes y repartos, ahora cierro y no entra ni Dios, a salvo los peatones que como se sabe no van provistos de furgonetas con mala baba.

El negociado yihadista de dar matarile a los infieles del mundo conocido como civilizado, no ha caído en la cuenta de que a este paso la recuperación de los Estados que fueron suyos difícilmente los reconquistarán a muerto limpio. Antes al contrario el crecimiento de los racistas crece en progresión geométrica, lo que es injusto pero inevitable. Contemplar el paso pacífico de cualquier ciudadano/a árabe en cualquiera de las ciudades españolas es una invitación al desprecio, consecuencia de una idea de la fe en el Corán, manifiestamente perversa. Nada tan eficaz para el mal, elevado a la enésima potencia, que matar a cualquier semejante en el nombre de Dios, el Dios de cada cual. Hay que llevar a los niños a la escuela de manera que a la vez que van creciendo en edad, lo hagan también en valores humanos y divinos. La educación resulta principal para todo el mundo, porque si no hubiera fanáticos no habría crímenes estúpidos.

Los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, por mucha que sea su profesionalidad, que lo es, no pueden garantizar la seguridad absoluta para con la ciudadanía. Matar es muy fácil, mientras que evitar crímenes horrendos valiéndose de armas en principio tan neutras como una furgoneta de reparto resulta imposible. Los servicios de inteligencia de cualquier país del primer mundo están dotados de formación y medios para detectar dónde están y quiénes son posibles grupos yihadistas, pero siempre existirá la posibilidad de la llegada de algún que otro "turista incontrolado" dispuesto a alquilar una furgoneta de reparto, sin que se pueda detectar, porque incluso haciéndolo y metiéndolo entre rejas, siempre habrá otros dispuestos a alcanzar el paraíso prometido.

No se trataría pues de una guerra de guerrillas, como nada tiene que ver con la metodología que utilizó la ETA durante cuarenta años. El crimen del Islam mal entendido ha encontrado su solución para someter -eso creen- al infiel, ni siquiera ya a bombazo limpio. Barcelona es el ejemplo mejor y el "éxito" conseguido, además de sembrar el terror en la capital catalana ha obtenido una nueva muestra de su poder criminal. Somos indestructibles, deben pensar, mientras siguen preparando héroes al servicio de los destinos terroristas. Hay que ser muy burros y muy descerebrados, diremos. Pues bien, lo son y con eso hay que contar.

Como siempre, habrá daños colaterales indiscutibles, digo de las consecuencias que lo ocurrido en Barcelona el jueves pasado tendrá para con la primera industria española, el turismo, que este año debería llegar a los ochenta y cinco millones de visitantes. Del mismo modo que el turismo español se ha venido beneficiando de la inseguridad ciudadana de otros países de sol y playa, el golpetazo sobre Barcelona puede marcar un antes y un después. Seguridad, ese es uno de los conceptos básicos para que el turista elija este o aquel destino para pasar unos días de asueto bien merecido y España, que lo era, ha sido borrada del mapa de entre los lugares donde el turista se sentía seguro. Entre los trece fallecidos y el centenar de heridos más o menos graves, hay ciudadanos españoles, pero también de otras muchas nacionalidades.

Las cancillerías de todo el mundo han reaccionado de manera indiscriminada ante el incalificable suceso, incluida la primera potencia mundial, con la preocupación del inefable Donald Trump. Que dos o tres tarados mentales pongan al mundo en un puño no puede quedar impune, cueste lo que cueste, y ya vamos tardando.