Manuel Alfonso Ortells (1918-2017), uno de los pocos españoles en vida que sobrevivieron al campo de exterminio nazi de Mauthausen (Austria), murió el martes pasado en la localidad francesa de Talence a los 99 años. Aunque catalán de nacimiento, los orígenes de Manuel Alfonso se remontan a Onda, de donde eran sus padres y donde aprendió a dibujar en la Escuela Provincial de Cerámica, una habilidad que le sirvió posteriormente para salvar su vida en Mauthausen y evitar las penurias de otros presos, ya que se encargaba de los trabajos de delineación para los S.S. responsables del campo de exterminio.

Este «héroe», según lo califica el historiador, a su vez sobrino, Joaquim Alfonso, estuvo recluido desde el 13 de diciembre de 1940 hasta el 5 de mayo de 1945, cuando fue liberado por las tropas norteamericanas. Sin embargo, la historia que lo condujo a uno de los peores lugares de la Historia empezó unos años antes.

Empezada la Guerra Civil en 1936, según explica Joaquín Alfonso, y con poco más de 18 años, Manuel Alfonso se enroló en la conocida Columna Durruti, luchando en el Frente de Aragón hasta inicios de 1939, cuando tuvo que huir a Francia. «Allí fue recluido en diferentes campos de concentración como el de Le Vernet y en Septfonds, y para salir se alistó en una de las Compañías de Trabajadores Extranjeros (CTE) y fue enviado a fortificar la Línea Maginot, donde fue apresado por los alemanes cuando invadieron Francia al inicio de la II Guerra Mundial».

Posteriormente, recluido de nuevo cerca de Estrasburgo en uno de campos de prisioneros de guerra (Stalag XIB), fue detectado por la Gestapo como soldado español y fue llevado al campo de exterminio de Mauthausen. Allí le raparon la cabeza, le dieron una ducha fría y los pantalones de rayas grises. Le asignaron un número, el 4.564, y un triángulo con una S, que significaba «apátrida», con el que intentaban avergonzarlo.

La frase que más le marcaría y que compartió con Joaquim Alfonso es la que le dijeron el primer día: «De allí solo se sale por la chimenea». Al principio estaba en estado de 'shock', pero pronto entendió que los golpes y los gritos era la principal vía de comunicación, y que el objetivo más importante era simple, a la vez que complicado: sobrevivir. Su trabajo en el campo variaba, aunque resalta la construcción de una carretera de acceso al campo a 10 ºC bajo cero. Sin embargo, la obsesión era siempre la misma: la comida, que habitualmente era agua con unas pocas verduras, y una vez a la semana, era espesa.

Manuel también contó a su sobrino que desde la barraca se veían las vallas eléctricas, preparadas expresamente para que la gente se lanzara sobre ellas y se suicidara. En un reportaje de Carlos Hernández y Concha Esquinas que todavía puede verse en YouTube, Manuel Alfonso recuerda que «a los muertos los cogían por las manos y por los pies y los lanzaban como si fuesen madera a los crematarios, que ardían sin parar», «la gente estaba tan delgada que tenía los ojos hundidos y era lo primero que se veía», «una vez nos bajaron a todo el campo desnudos al patio, donde estuvimos así todo el día, no podía más».

Pero entonces llegó otro golpe, pero esta vez de suerte. Buscaban a un dibujante, y él, aunque solo aficionado, lo era, y entre los demás candidatos lo escogieron a él. Había otro, de unos 50 años, profesional, pero «era mayor, y lo destinaron a la cantera (que era donde llevaban a la gente a la que querían acelerar su muerte), y falleció en seguida».

Como delineante mejoraron sus condiciones de vida. Le cambiaron de barraca, donde conoció al fotógrafo Francesc Boix (que aportó imágenes fundamentales para el Juicio de Nuremberg), pudo tener correspondencia con su familia? pero todavía le tocó ver mucha miseria. «Estuve con un compañero que tenía tifus, y por estar en contacto con él me metieron un mes con estos enfermos? pero como estaba 'enchufado' me tuvieron al lado de la puerta, donde se podía respirar». Desde allí vio «morir a gente sin mantas, terrible». En ocasiones, para aliviar las penurias a sus compañeros, o para felicitarlos por su cumpleaños, cogía el papel y lápiz y les dibujaba postales. Solía firmar con otro dibujo, un 'pajarito', nombre en el que llegó a ser conocido por los demás presos y símbolo de la libertad que anhelaban todos ellos.

Desde antes de su fallecimiento el municipio de Onda está preparándole un homenaje.