Ella se llama Catalina (nombre inventado, la persona, no) y tiene una historia que acaba de contarme, que puedo aceptar como cierta o inventada, que para el caso es lo mismo, porque no va a modificar en absoluto su realidad personal. De modo que la incógnita se quedará entre ella y su interlocutora, una gata propiedad de Catalina, ambas protagonistas de una historia, tierna o triste según se quiera mirar.

Porque estos días pasados la ciudadanía al encontrarse, en lugar de hablar del tiempo, del mar y de los peces, del procés de Catalunya o de la recuperación económica que ha mandado a la crisis a acostumbra a tomar por el saco, al saludarse se felicitan unos a otros por la llegada del nuevo año, que se desean recíprocamente de gran felicidad, sabiendo que el año que acaba de entrar se proyectará sobre cada cual cargado de cosas buenas y malas, quiere decirse como todos los años que ya han pasado a la historia más o menos felices o desgraciados para unos u otros. Para celebrar que llegado el nuevo año seguimos vivos, las familias acostumbran a disponer de una docena de granos de uva por barba, acompañados del descorche de una botella de cava catalán. La ceremonia queda iniciada con la conexión del televisor a la primera de televisión española o a cualquier otra cadena, donde un par de profesionales de la cosa, vestidos de la mejor manera posible se disponen a asistir y celebrar las doce campanadas que constituyen, en sí mismas, el paso de uno a otro año. Últimamente las campanadas tienen el atractivo añadido del vestido de Cristina Pedroche, que, este año lució dos, uno primero que la cubría del cuello a los pies tapándole el cuerpo entero del que se despojó para dejar paso a otro que la desvestía casi absolutamente. Cristina Pedroche es una profesional de la televisión guapa hasta caerse de espaldas y un cuerpo de válgame Dios, con cuya exhibición suele dejar boquiabierto a todo el personal, yo mismo incluido.

Catalina, la protagonista del cuento y como tantos otros, estaba destinada a asistir al cambio de año, sola, quiere decirse sola obligatoriamente, puesto que el resto de su familia estaba ausente puesto que su hija única vive a algún centenar de kilómetros de distancia de modo que estaba condenada a la solitud en esa fecha tan señalada y que necesita de algún otro ser con el compartir y celebrar las doce campanadas. Se sea más o menos iconoclasta, la Nochevieja exige celebrarla y cada cual le echa tanta imaginación como se sea capaz de inventar. De modo que ni corta ni perezosa, Catalia preparó las veinticuatro uvas y se sentó a la mesa con la compañía de la gata del cuento, con la que compartió las uvas y las campanadas y también compartió el trago de cava. No era casi nada de particular, puesto que acostumbran a compartir la cena, una noche tras otra, con la ventaja de no tener que soportar opiniones distintas respecto de lo que el año nuevo les tenga reservado. Ambas, antes de retirarse a descansar sobre la mullida cama, asistieron juntas a los espectáculos que las teles ofrecían esa noche, con la ventaja de que la propiedad del mando a distancia no era discutido.

La noche de fin de año, para Catalina, cómo evitarlo, pasaron por el caletre de la protagonista del cuento, la ausencia del padre, ya fallecido, probablemente la persona que más amó a lo largo de toda su vida, también los años felices junto a su marido que, un aciago día le había abandonado, también porque el amor tiene fecha de caducidad, de modo que la solitud, querida no era. La gata, pues, era su único recurso para mitigar en lo posible esos segundos de tristeza.

La noche del 31 de diciembre de 2017 para Catalina fue de esa manera particularmente dolorosa, le costó mucho conciliar el sueño y ni siquiera la ayuda de ese somnífero que acostumbra a ayudarle dormir se portó como acostumbra. Y así, se pasó la noche dando vueltas sobre la cama, más fría de lo habitual, notando la ausencia del calor del cuerpo de su añorado compañero, que ni siquiera mitigó la compañía del ser vivo y particularmente cariñoso esa noche, en la que tampoco la gata durmió.

Como Catalina y yo mismo compartimos todos los días conversación y uno conoce la realidad de cada día de la protagonista involuntaria, la felicitación de año nuevo se hizo presente, y sus circunstancias también, de manera que me interesé por su Nochevieja. Un lágrima tenue, apenas perceptible, se deslizó sobre la mejilla de Catalina antesala de un beso en aquella mejilla, más incolora que de costumbre.

Es la vida que fluye, con sus altibajos, con seres felices y otros que lo son menos, en una distribución caprichosa que nos convida a pensar por qué unos tanto y otros tan poco. Catalina y su gata generosa tienen establecida una relación que pone un poco de dulzura en la vida en común a falta la presencia de algún añorado ser humano. Otros habrán sido los que ni siquiera una mascota les acompañe. La soledad, si querida, puede ser compañera amable y enriquecedora. De lo contrario resultará bien amarga, particularmente cuando ni siquiera una vez al año se toma la noche libre. Catalina dice, feliz año nuevo. La gata concede, Feliz año nuevo. Y apaga la luz.