En la plaza Antonio Ferrandis me hago un par de chatos con denominación de origen de las bodegas Castelló, acompañados de la exquisita ración de cacahuetes, cuyas cascaras deposito directamente en el suelo.

¡Viva el vino¡, exclamo, mientras para mis adentros me digo aquello de 'bebe con moderación'.

Sigo mi deambular festivo por la ciudad y en la explanada de la Ciudad de la Justicia, me doy de bruces con la Feria Internacional de la Cerveza. No sé si son horas, pero una buena pinta y otra tapita nunca viene mal.

Salgo de esa zona de la ciudad y, sin solución de continuidad, caigo de lleno en la Feria de las Casas Regionales. Aquí, en el enclave de la plaza Pozo Gumbau, Las comunidades autónomas de Asturias, Castilla-La Mancha y Galicia, ofrecen una amplia selección de lo mejor de su cocina típica y, cómo no, de sus afamados vinos.

En este escenario la tentación, de nuevo, es insuperable. No se puede hacer asco a un ribeiro, y un pulpo a la gallega; una sidra y su correspondiente chorizo a la idem; o un buen caldo manchego, con su apetitosa tapita de gazpacho.

Tras este último y triple trago mi visión empieza nublarse. No le doy mayor importancia y la achaco al cambiante tiempo de esta matinal magdalenera: ora, soleado; ora, nublado.

De vuelta a casa, me topo con los puestos que acoge el tradicional mercado gastronómico de la plaza Santa Clara. Y más adelante, con los restaurantes móviles de la Feria Foodtrucks. Decido hacer la vista gorda, y paso de largo. Mi sufrida andorga ya no soporta una ración más.

Me mantengo firme en la decisión de poner fin a este particular e inagotable tour gastronómico por la ciudad, pero por doquier sobrevuela el inconfundible aroma del plato típico de la ciudad, y de la región. ¡Es la paella¡ En que estaría pensando me recrimino, cuando estoy en un tris de acabar con mis posaderas dentro del paellero del Prohom de la Conquesta. El afable caballero medieval me rescata in extremis. Afortunadamente, solo me he chamuscado la pernera del pantalón.

Ya no sé si anochece o amanece. En cada esquina de la ciudad y cada paso, se me aparecen carpas con sus improvisadas barras, abarrotadas de ristras y ristras de chorizos y salchichas y jamones suspendidos en el techo.

El ambiente se torna cada vez más grasiento. Es la hora de tomar un carajillo (el último o el primero, según mire) al añejo estilo castellonero y reflexionar, divagar o elucubrar sobre la postal gastronómica que ofrece la ciudad.

En plena cuaresma, Castelló se convierte en el bazar de la carne y el alcohol. La imaginación literaria te traslada inevitablemente al novelesco escenario de las Bodas de Camacho.

Aún renqueantes por las secuelas de la crisis económica; y aún con reales hambrunas mundiales, el derroche de comida que destila la ciudad estos días es insultante.

También en este apartado, quizás, algún día tengamos que pagar la factura por la exhibición de tamaño músculo gastronómico.

La venganza del exceso es cruel. Y No hay que tirar de memoria ancestral. Sólo retrotraernos dos lustros y visualizar el colosal estallido de la burbuja inmobiliaria.