Esperaba el domingo a mis amigos Carmina y Vicente en la esquina del Ciutat de València cuando surgió de la nada un viejo amigo de la infancia. José Enrique me asaltó, soltó una parrafada sobre las virtudes del equipo y ni reparó en presentarme a su hijo ni en la ansiedad que corroía mi plantón. Enmedio de aquel monólogo -por otra parte intrínseco al personaje- apareció la Policía Nacional escoltando a unos ¿seguidores? del Castellón, y hasta un par de agentes a caballo conquistó aquella zona. ¡¡Ni que fuéramos delincuentes!!, ¡¡nos tienen manía!!, vino a decir mi interlocutor, sin duda más por ignorancia que por victimismo.

Ya en el interior nos embargó la emoción en los momentos en que el graderío albinegro imponía su aliento, que buen provecho nos dio en medio del desbarajuste de la alineación de la primera parte, como si no tuviéramos suficientes bajas obligadas como para inventarnos una defensa más vulnerable. La escena de un estadio de Primera mayoritariamente nuestro, y por ende influyente en el resultado, tampoco hubiera sido posible sin la colaboración y la comprensión del Levante UD, y justo es reconocer tanto ese extremo como la feliz relación con los actuales responsables del CD Castellón. Negarlo resulta tan contraproducente y ridículo como elevarlo a la máxima consideración frente a otras críticas. Pero eso es otra historia.

Es por ello, por el extraordinario clima de deportividad y el ambiente de germanor conseguido, que extrañó sobremanera que desde un rincón de la afición visitante se profirieran insultos hacia los anfitriones en forma de cánticos que son habituales, a qué negarlo, en Mestalla. Algún seguidor local no daba crédito y hasta lanzó un exabrupto contra nuestras madres. Desistí de explicárselo, ni con razones ni con sus propias artes. Me hago mayor. Por fortuna, la respuesta de la inmensa mayoría de los que allí nos desplazamos fue tan sonora como efectiva. La desaprobación general apagó cualquier conato de enfrentamiento, que es el fango en el que mejor se desenvuelven estas rémoras de la sociedad civilizada.

Luego, las redes sociales se encargaron de poner cara a esos provocadores profesionales. Ultras se hacen llamar en un triste eufemismo que evita la definición más exhaustiva y correcta: son nazis. Muchos de ellos han llegado a Castalia desde València, no sé yo si patrocinados, han participado en no pocas reyertas y ahora se convierten en nuestro peor embajador a la hora de organizar los desplazamientos masivos que necesita el equipo para consolidar sus aspiraciones al campeonato y, por extensión, a la fase de ascenso a Segunda B.

No nos hacía ninguna falta esa ¿ayuda? externa, y me consta que tanto desde la alcaldía como desde la Subdelegación del Gobierno y la Policía Nacional, están más que preocupados por la posibilidad de que aprovechen la fiesta del fútbol para sus fechorías, como no ha tanto ocurrió en València en los tristes incidentes del 9 d'Octubre, con detenidos que son ya habituales inquilinos en el gol sur de Castàlia.

El daño a la imagen de nuestro club todavía no es irreparable, y la mejor profilaxis sería la expulsión de todos aquellos con antecedentes penales. Pero sobre todo facilitando información a las fuerzas de seguridad. Maldita la hora en que Bruixola y Rausell invitaron a este cáncer, espero que sólo consecuencia de un error, y no como estrategia para que sigamos sin advertir que no presentan ningún plan de viabilidad mercantil, ni atienden la deuda, ni se personan contra los que han expoliado el club. Ya me conformaría con que su proyecto se redujera a la expulsión de los violentos. Mientras, la droga de la clasificación adormece a quienes prefieren vivir en sueños.