Después de contemplar con cierto estupor el triunfo del eclecticismo en las celebraciones de la Semana Santa castellonense. No nos resistimos a bucear de nuevo en la sobriedad genuina de un pasado reciente, en contraste con la exuberancia ubérrima de nuestra capital posmoderna.

Si el domingo pasado recogimos el testimonio del antropólogo Àlvar Monferrer, que nos ilustró sobre los días de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo en la población Les Useres (L´Alcalatén), hoy es Ferran Sanchis quien nos devolverá su mirada de niño sobre la Pobla Tornesa, en los años de la posguerra. La primera impresión que recuerda nuestro octogenario de cabecera es la de la misa de Jueves Santo.En medio de la ceremonia, justo cuando el mosén se disponía a levantar a Cristo, interrumpía el oficio. Dios había muerto. Contra lo que sucede en algunos pueblos de los Andes, donde ese instante de tregua (sin Dios) se interpreta como un júbilo para todos, siempre atentos a la mirada amenazante de las jerarquías de la Iglesia romana.

Retomando la misa del jueves

Volviendo a la Pobla, y con la misa suspendida hasta el Sábado de Gloria, cabe recordar que fue en aquel tiempo cuando el papa Pío XII determinó que la frase del Evangelio «y al tercer día resucitó» había que interpretarla strictu sensu, es decir, que habían de trascurrir 72 horas después del deceso para celebrar como, Dios manda, el retorno del mesías al mundo de los vivos. Mientras tal cosa no ocurría, en el campanario se dejaba de tocar la campana y se sustituía por «les barjoles», el instrumento de madera que sustituía los repiques del bronce. Al final de la misa interrumpida el jueves y retomada el sábado, las mujeres que no tenían derecho a sentarse en los bancos de la iglesia lanzaban sus «catrets» contra el suelo, produciendo el estruendo.

La «carraca», o «tacarrac», también de madera, era, por último, el instrumento que mejor anunciaba la fiesta que culminaba, eso sí, el Domingo de Resurrección, con la procesión del Encuentro, en la que la Virgen, que marchaba hacia el raval, y el Hijo, que en dirección hacia el palacio del Baró, al fin se volvían a ver. Después, Mansanet interpretaba al armonio una misa de Perosi y la gente ya podía marcha a comerse la mona.