La capital de la Plana almacena recuerdos, como se tratara de insignificantes souvenirs, de casi todos los regímenes que ha tenido España en los últimos dos siglos. Ya hemos hablado, en estas mismas páginas dominicales, de la huella que dejó la adscripción a la causa liberal con el Obelisco del parque de Ribalta, erigido en memoria de los héroes del sitio de 1837. Y lo mismo sucede con el mural del salón de plenos y con el laurel ya desaparecido de la plaza Mayor, que ahora reverdece en la plaza de la Muralla. También, de la evocación que nos dejó el breve reinado de Amadeo de Saboya, con la concesión de un huerto para los sogueros que atendían la industria del cáñamo.

En una ocasión anterior también nos referimos, a la contribución de Cardona Vives para que el pronunciamiento de Martínez Campos a favor de la restauración de Alfonso XII no tuviera lugar en Castelló y se realizara en Sagunto. De este modo el que quiera evocar a este rey no hallará en nuestras calles más que el eco difuso de sus amantes de la Plana y el puesto de castañas de la Porta del Sol, ahora vacío, que le fue concedido a perpetuidad a Águeda Urban, por haber bailado en la boda con María de Mercedes.

Después, ya con su hijo Alfonso XIII instalado en el trono, Castelló se preparó para recibir su visita, pero, de ésta, no han sobrevivido los tres hitos que la protagonizaron. De una parte la callejuela del Pes de la Farina (detrás de la arciprestal de Santa María) que, por su estrechez, impidió que el carruaje regio maniobrase para salir del laberíntico entorno de la plaza del ayuntamiento. De otro lado, la Panderola, que descarriló con el rey como ilustre pasajero y el gen tío tuvo que auparla de nuevo sobre las vías. Y, por último, la casa de los baños de la calle Navarra que regentó «el Reiet», un individuo del que se llegó a decir que era hermano natural del monarca.

Del tiempo de la dictadura de Primo de Rivera nos queda la Farola, el monumento lumínico en hierro con el que se conmemoró la coronación de la Lledonera.

Ecos de las dos repúblicas

La Segunda República nos legó una impronta que aún perdura y que, contra todo pronóstico, sobrevivió durante el franquismo. Así, presidiendo la cornisa de la Cámara Agraria, del Camí de Lledó, se puede contemplar un escudo de España con la corona murada que sustituyó a la corona de los borbones. Lo mismo sucede en el edificio de Correos y Telégrafos que, habiéndose concluido en 1932, también introdujo esta simbología en los azulejos. Pero en los días sucesivos al 14 de abril de 1931, la sinyó Pepeta, vecina de la plaza Tetuán, fue despertada por el ruido de la piqueta; era el estruendo que provocaban los que estaban retirando el escudo monárquico que lucía este bello edificio modernista.

Como siempre sucede, casi se nos olvida el corto período de la Primera República (1873-74). De ella sólo se conserva (en el museo de Fadrell) la placa del vial que la ciudad dedicó a su presidente Francesc Pi i Margall (hoy, calle Trinidad). El mérito de que se salvaguarde se debe a dos personas: el señor Sanchis, de confesas afinidades republicanas, y Vicente Pla, el último alcalde franquista. El primero halló abandonada la placa en la perrera municipal y fue a pedírsela al jerarca Pancheta. Éste no quiso entregársela, esgrimiendo un curioso pretexto: «Ferran, ¿qui sap si algun dia no la volen tornar a posar al puesto?