Acudí a una cena donde se fallaba un premio literario y me sentaron al lado de un otorrinolaringólogo, por decirlo con todas sus letras. Le pregunté si era normal acatarrarse primero de la fosa nasal izquierda y luego de la derecha, que es lo que me ocurre a mí, de ahí que mis constipados duren el doble que uno normal, y no me respondió. Quizá no estaba dispuesto a realizar una consulta gratis.

Como la conversación no conducía a ningún sitio, me disculpé con la excusa de ir al baño y volví a casa, donde mi mujer me preguntó por qué regresaba tan pronto. Se lo expliqué y me metí en la cama. Al poco, noté una ligera obstrucción en la fosa nasal izquierda. Me levanté desesperado ante la perspectiva de dos semanas en estado catatónico, me vestí y regresé a la cena. Cuando llegué estaban sirviendo los cafés, pues entre plato y plato anunciaban los resultados del concurso. Todo era escandalosamente lento, en fin. Mi otorrino me saludó con extrañeza. Le dije que me habían llamado al móvil y me había entretenido más de la cuenta.

-Verá -añadí luego-, mientras estaba afuera, hablando por teléfono, debí coger frío y tengo la fosa nasal izquierda obstruida. Ayúdeme, por favor, a cortar este proceso porque tengo por delante dos semanas de trabajo muy intensas.

El otorrino sonrió condescendientemente y luego me dijo que debía recibir el catarro como un regalo del cielo, pues no se trataba de una enfermedad, sino de una oportunidad que se daba el cuerpo para depurarse. Me aseguró que constiparse equivalía a tirar de la cadena. Me habló con tanta dulzura y convicción que salí de la cena dando gracias al destino por este contratiempo feliz y saludable. De esto hace cinco días y sigo «tirando de la cadena» sin cesar. Pero no me molesta pues siento que me estoy purificando. Como si me hubiera tomado unas vacaciones. De hecho, he suspendido todos mis compromisos hasta que se vacíe la cisterna.