pongamos que se inaugurara un servicio municipal para matar gente con solo apretar un botón. El botón estaría en el interior de unas cabinas semejantes a las de los cajeros automáticos, repartidas por todas las ciudades y pueblos de España. Encerrado en una de las más cercanas a tu domicilio, elegirías a través de una pantalla táctil a la persona a la que habrías decidido eliminar para accionar a continuación un interruptor que le produciría la muerte allá donde se encontrara: en el metro, en su cocina, dando una clase de máster en la facultad o comprando un pollo en el mercado. La persona seleccionada se desplomaría en medio de la acción que se encontrara ejecutando y los facultativos del servicio de urgencias solo podrían certificar su fallecimiento. Naturalmente, nadie conocería la identidad del autor del crimen, ni siquiera quedarían en la máquina rastros de sus huellas o de su ADN, en el caso de que hubiera tosido. ¿Cuánta gente acabaría de este modo con su padre, con su madre, con un hermano del alma, con un político, con un profesor de Lengua o Matemáticas, con un vecino?

Habría colas quilométricas para acceder a esas cabinas desde las que matar a distancia de manera legal, sin mancharse las manos, aunque las colas correrían deprisa porque muchos de sus componentes caerían fulminados antes de que les hubiera llegado el turno, asesinados desde una cabina de otro barrio o de otra ciudad. En realidad, serían muy pocos los que llegaran a tiempo de matar a su cuñado porque este sin duda se les habría adelantado. La carnicería sería histórica. En las primeras 24 horas media España se habría cargado a la otra media y la media restante se aprestaría a dividirse en dos mitades dispuestas a liquidarse mutuamente. Y así de forma sucesiva hasta que no quedara nadie. Si al final, de casualidad, sobreviviera uno, se suicidaría al no tener a nadie a quien fusilar.

Pensaba en esto mientras me tomaba el primer té de la mañana. Imaginaba la cantidad de gente que a esas horas habría acabado ya conmigo. Gente a la que a lo mejor ni siquiera conozco. Personalmente, si he de serles sincero, no haría uso de ese servicio. Tal vez por pereza: no aguanto hacer colas.