Mira que es difícil conseguir la unanimidad en torno al CD Castellón. En esta casi secular afición, y por citar ejemplos tan recientes como lacerantes, incluso Osuna o Cruz encontraron tontos en los que ampararse.

Pero yo me atrevo a decir que nunca se alcanzó la avenencia absoluta como el domingo, esto es sin contestación alguna. No recuerdo nada que se acerque siquiera a la casi eterna y atronadora ovación que Castalia le dispensó a Dragomir Racic.

Y eso que después de la conferencia del jueves, la comida del sábado y la sarta de entrevistas y opiniones publicadas, se corría el riesgo de sobresaturar al personal. Pero no. Puede que como consecuencia de que cada uno recuperaba lo que Racic ha significado en su vida -mayormente en nuestra infancia-, como si el portero serbio hubiera convivido con todos y todos nos sintiéramos obligados a devolverle su cariño y su magisterio con una salva de palmas interminable. Tampoco es verdad. Barrunto que el setenta por ciento de aquellos agradecimientos venían de gente que no le vio jugar, que no guarda ningún cromo, que aplaudían de oídas.

Por eso me arriesgo a colegir que el reconocimiento a Racic era algo más que un homenaje personal, unívoco, emotivo pero perecedero; era más bien biyectivo, un tributo a nosotros mismos, un ejercicio de reivindicación endogámica, un aplauso a la historia, a nuestros sentimientos, a la épica de la supervivencia frente a los repetidos asaltos de caraduras, expoliadores, refundadores y políticos oportunistas, que de todo hemos sufrido desde que se marchó aquel deportista modélico y regresó la semana pasada la leyenda viva.

Sobre los mitos ocurre que se convierten en virales sus miles de anécdotas. Su fichaje semiengañado, los vómitos prepartido, los entrenamientos específicos y novedosos, las camisetas de colores, las tan frías como imponentes estadísticas... Casi todo ha ido desgranándose con más o menos gracia durante estos días en que su presencia ha iluminado la ilusión de esta hinchada tan necesitada de ídolos.

También lo fue mío, por razón de edad, y porque así me lo enseñó mi padre, quien además nos llevaba a toda la familia de vez en cuando a comer a La Almassorina, donde Paco Jóvena y Conso Cervera atendían a la clientela en la esquina de la calle Gobernador y Tenerías. Ni que decir tiene la amistad de Pepe el Blanco con la propietaria del local al que daba nombre nuestro común gentilicio. Pero la razón de nuestras visitas era poder ver a Racic de cerca, no en vano era tan habitual que comía incluso en la cocina y ejerció casi que de canguro de Paco, Conso, Mingo y Lola, los hijos del bar.

Y allí que conocimos también al loro de Racic. Al cancerbero albinegro le encantaba ver a la gente mayor mientras jugaban al guinyot o a lo que tocara, pero sobre todo le entusiasmaba la musicalidad de los exabruptos que lanzaban ante una mala baza y que no encontraba traducción en su idioma natal. Por eso se compró un loro y lo dejó en préstamo en La Almassorina, al objeto de que aprendiera todos los tacos posibles. Ya se sabe que, según Bernat i Baldoví, no hi ha paraula que en valencià sone bruta, fins i tot la de fill de puta, y Racic fue el mejor exponente de aquella admiración lingüística que ya quisiéramos para algunos paisanos de hoy.

Transcrita la anécdota, la lástima es que todo lo vivido no podía salir perfecto. Gracias, sin embargo, a Ximo Alcón por habernos llevado al éxtasis albinegro, que completaron los muchos amigos y compañeros de ese tótem que deviene Racic. Todos ellos se pagaron el viaje, algunos desde muy lejos, incluso nuestro protagonista, pese a que luego el club pretendiera arrogarse el mérito de la organización y hasta despreciara -por ignorancia- a Pepe Ferrer y Pablo Soria en la mesa presidencial del sábado, para dar cabida a sus compromisos con argumentos tan ridículos que no hubiera repetido ni el loro de Racic.