M i hija no termina de ver muy claro que me paguen por ver fútbol e ir a conciertos, y la entiendo, porque por mucho tiempo que pase yo tampoco acabo de creérmelo. Estuve hablando con Raúl Pastor, que presenta nuevo disco, y me comentó que un crítico escribió una vez sobre él que era infantil e inmaduro porque cambiaba mucho de estilo. Raúl lo tomó como un cumplido: «No hay nada más creativo que un niño».

Mi pasaje favorito de Hijos del fútbol de Galder Reguera es el «superpartido» de baloncesto. Oihan llega a casa y le cuenta a su padre que en el cole no han jugado a fútbol sino a baloncesto, que le parece de lo más exótico el baloncesto, que lo está flipando con el «superpartido» de ba-lon-ces-to. La emoción del niño es tal que al final el padre le pregunta cuánto han quedado. «¡Cero a cero!», sentencia Oihan, entusiasmado.

Ojalá conserve siempre, escribe Reguera, esa pasión por el mero juego, ese que no se deja contaminar de realidad.

Si a veces es difícil saber a qué estás jugando, todavía lo es más saber por qué seguimos jugando. El pueblo de Pol se llenaba en agosto de forasteros y veraneantes que se apuntaban en fiestas al torneo de futbito. Pol y los del pueblo defendían ahí algo más que la portería. Defendían un orgullo colectivo y difuso sobre la sangre, la pandilla y el territorio. Pol era un crío y nadie puede decir que por ello no jugaran en serio. Al contrario, una virtud escolar es tomar en serio lo aparentemente ligero, y viceversa. Jugar como un niño es jugar de la manera más seria.

Cuando entrevisto a futbolistas tiendo a preguntar, en algún momento, si es posible disfrutar compitiendo, si queda ahí, décadas después, algo de esa pasión infantil que ha condicionado su vida. No suelo recibir respuestas muy claras. Suelen ser más lúcidos los entrenadores. Desde la atalaya de la perspectiva muchos admiten que pasaron por el fútbol de puntillas, distraídos en lo accesorio y en exceso presionados, que no disfrutaron todo lo que debían haber disfrutado. Es de viejos y en un banquillo cuando intentan transmitir ese punto de vista a sus pupilos, pero ni es fácil explicarlo ni es fácil que alguien escuche. Cada vez son más los deportistas, Bojan el último, que se atreven a tratar ese tabú que incluye angustias, depresiones y ansiedades en ídolos y privilegiados. El deporte profesional exige un máster en fortalezas y malabares, propenso a lo enfermizo. En una reciente entrevista en Letras Libres, el filósofo Simon Critchley asegura que «el fútbol es siempre una mezcla de deleite y asco». Yo no soy filósofo, pero diría que solo es así en el mejor de los casos.

El deleite y el asco, el gozo y las nauseas y el aliento febril de ciudades enteras gobiernan estas semanas insanas de eliminatorias de ascensos y descensos. Las categorías de barro conservan una peculiaridad que se ha difuminado en la élite. En las grandes Ligas, el fútbol se parecía antes al lugar y ahora se parece a la época, sin apenas diferencias en el juego. No es así todavía en Tercera División, por lo menos. Mi equipo fue el año pasado lo que somos: mediterráneo, retador, ruidoso y anfetamínico. Compitió envuelto por el tipo de excitación que anuncia las peleas en los parkings de las discotecas. El rival en cambio fue otra cosa, muy del norte, el rival se mimetizó con su terreno: tranquilo, sigiloso y prosaico. Nos tumbó de la misma manera que se dan las hostias en las verbenas de las fiestas patronales: sin ornamentos, sin sentido teatral ni dramático. No es este fútbol de raíz ni mejor ni peor, es otro, y quizá acabe en los manuales de antropología y en los museos, recluído y expirado. Es el fútbol superviviente de los veranos en el pueblo de Pol, y lo ideal sería poder jugarlo aún como un niño, es decir, totalmente en serio.