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Lucía tiene dos años y acumula en sus cabellos el doble de aluminio de lo habitual. Sus padres, Nieves y Luis, recibieron hace unos días los resultados del mineralograma practicado a su niña, unas pruebas realizadas en laboratorios de Estados Unidos ya que aquí no están disponibles, que solicitaron tras detectar un cambio en el comportamiento y actitud de la pequeña. "A partir de los 17-18 meses empezó a retroceder", explica Nieves. A esas alturas, Lucía ya decía algunas palabras, "te miraba fijamente y buscaba a otros niños", comenta su madre.

Pero tras completar el calendario de vacunación, la menuda empezó a cambiar: "Dejó de hablar y no quería saber nada de otros niños", señala. Nieves, antes de acudir al neuropediatra, ya se olía cuál sería el diagnóstico: trastorno de espectro autista (TEA), como después concluyó el facultativo.

Al igual que varias decenas de padres de España con igual diagnóstico para sus hijos, Nieves y Luis vinculan este trastorno con los metales inoculados a la pequeña durante la vacunación (algunas vacunas incluyen trazas de metales pesados que actúan como conservantes), una relación que, sin embargo, no es aceptada por el Ministerio de Sanidad (que, sin embargo, ha acabado por retirar el timerosal -un derivado del mercurio- de las vacunas que se suministran a los pequeños).

La pequeña recibe medicación anti-psicótica para calmar sus ataques. "Al principio, se despertaba a media noche chillando, se golpeaba la cabeza, ahora está más tranquila", explica Nieves.