La orden ministerial es una letanía de apellidos, como obliga la nobleza: «Previo pago del impuesto correspondiente se expida, sin perjuicio de tercero de mejor derecho, Real Carta de Sucesión en el título de Duque de Gandía, con Grandeza de España, a favor de doña Ángela María de Ulloa y Solís-Beaumont, por fallecimiento de su abuela, doña Ángela María Téllez-Girón y Duque de Estrada». Así quedaba traspasado el título nobiliario del ducado de Gandia, pendiente desde que la anterior poseedora falleció en mayo de 2015 en Sevilla.
El pasado mes de junio, Levante-EMV ya informó de que la nieta de Ángela María Téllez-Girón había pedido al Ministerio de Justicia el derecho a sucesión del citado título, incluido entre los que forman la Grandeza de España. Desde ahora, pues, será Ángela María de Ulloa y Solís Beaumont, de 42 años, hija mayor de Ángela María de Solís Beaumont y de Álvaro de Ulloa y Suelves, la que ostentará el ducado de una ciudad que su abuela visitó en contadas ocasiones.
De la nueva Duquesa de Gandia, al margen de su identidad, se sabe bien poco: que tiene una hermana psicóloga, Cristina, y que ha protegido su vida privada con un sólido muro de discreción. Se conocen, eso sí, sus lazos con tras familias aristocráticas: es prima tercera de Fernando Fitz James Stuart y Solís Beaumont, que algún día será el heredero del ducado de Alba de su padre, Carlos, actual duque.
Al fallecer la anterior duquesa se puso en marcha el mecanismo burocrático de los descendientes para reclamar los títulos y fue la hija mayor de la difunta, Ángela María de Solís-Beaumont, quien se reservó los títulos más importantes, especialmente el ducado de Osuna, dejando a su nieta el título «valenciano».
Siete siglos de ducado
El antiguo ducado de Gandia lo creó en el siglo XIV el rey Jaume II
el Just para su hijo Pere de Ribagorça. Con los posteriores duques, Alfons el Vell y Alfons el Jove, Gandia conoció un periodo de esplendor que no volvería hasta los Borja. Pero la saga borgiana se fue extinguiendo en el siglo XVIII y el título pasó entonces a la casa de Osuna, en 1834. Durante el siglo XVII el Palau ducal fue víctima del expolio y la decadencia por la ausencia de los duques, algo que se agudizó a finales de siglo XIX.
