Como si de una orden divina se tratase, la lluvia que había golpeado las calles de Buñol durante la noche del martes cesó con los primeros rayos de sol. Parecía que el tiempo sabía que una nueva mañana de Tomatina amanecía ansiosa.

Los locales del pueblo subían sus persianas, 700 agentes de seguridad se preparaban para la vigilancia y los dependientes de los bares apenas se apañaban con unas palabras en inglés para intercambiar vasos de cerveza y sangría por un par de euros. Y es que el 65 % de los participantes en esta fiesta son extranjeros.

Entre tanto, más de 160 toneladas de tomate esperaban a ser trasladados desde la Llosa de Castelló hasta las calles del pueblo.

Siete grandes camiones fueron necesarios para transportar los miles de kilos de esta hortaliza que da vida a esta fiesta declarada de Interés Turístico Internacional desde 2012, y para la que ayer el PP pidió en el Congreso de los Diputados que sea candidata a Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco.

Sin embargo, aunque el agua esta vez no cayó del cielo, vecinos y forasteros se encargaron de que no faltase. Entre los 22.000 asistentes a La Tomatina, tiempo dio a que unos cuantos llenasen cubos y palanganas con litros de agua para rociar al resto de participantes.

Entre los asistentes, había quienes elegían disfraces de gallos, de tomates o prácticos disfraces de buzo. Pero también hubo quien quiso arriesgarse. Un hombre con esmoquin blanco, sombrero de copa y bastón a juego se abría paso entre la multitud para convertirse, más tarde, en el blanco de todos los tomates.

Los menos atrevidos veían el espectáculo desde los balcones de su casa. Con visión periférica y sabedores de la dificultad de que un tomate pudiese llegar hasta un tercer piso, se atrevían a lanzar algún que otro fruto desde su atalaya.

Otros vecinos prefirieron blindar sus fachadas con lonas para evitar que el zumo rojo entrase en ellas. Sin embargo, muchas de las telas acabaron con múltiples rajas por las que los participantes consiguieron colar algún que otro tomatazo.

Con la espera, llegan los tomates

Gritos y cánticos de los participantes clamaban con ansia la llegada de la fruto roja mientras unos cuantos valientes se atrevían a trepar por el Palo de Jabón para conseguir una recompensa apreciada por locales y extranjeros: una pata de jamón serrano.

Una primera carcasa cortó la espera a las 10.54 de la mañana y los gritos de euforia ensordecieron las calles de Buñol. Tras realizar el camino que recorría las calles de San Luis, la del Cid y la Plaza Layana, el primer camión entraba en la Plaza del Pueblo a las 12.05 del mediodía.

Mientras, cientos de personas se encargaban de lanzar los tomates uno a uno desde dentro del camión, los gritos del resto de participantes pedían que se abriese la compuerta de la caja de carga para que las 24 toneladas de cada camión cayesen al suelo.

Sin embargo, esto no ocurrió hasta que todos los vehículos llegaron al punto de destino. En ese momento, los encargados que estaban dentro de la caja de carga tuvieron que agarrarse a los arneses a los que estaban atados para evitar que el zumo de tomate que había inundado el suelo del camión produjese resbalones y caídas.

Una hora repleta de tomatazos llenó el suelo de las calles de líquido rojo y olor a tomate hasta que a las 11.58 una última carcasa avisaba a los asistentes del final de la celebración.

A partir de este momento, ochenta operarios del servicio de limpieza salieron con mangueras para comenzar desteñir suelos y fachadas e, incluso, a algunos asistentes que pedían un poco de agua.

Variedad en países y opiniones

Hasta 54 nacionalidades se juntaron ayer en las calles de Buñol. Entre estos, España llevaba la delantera, seguida de los que llegaron de EE UU, Reino Unido, Corea, Alemania, Japón, Holanda, Australia y Canadá. Muchos de ellos, aún con restos de tomate en los oídos, comentaban que esta edición no sería la última a la que asistirían. Era el caso de Nicole, de Australia, quien aseguraba haber conocido la existencia de la fiesta porque «todo el mundo hablaba de La Tomatina» y había decidido llegar hasta Buñol para conocerla de primera mano. Nicole lo considera «un evento lleno de energía» al que volverá, «seguro».

Sin embargo, un asistente que llegaba desde Taiwán no tenía del todo claro si volvería para celebrar la fiesta en el próximo año. «Es una fiesta muy loca y divertida, pero yo sentí miedo cuando vi los tomates caer y la gente volviéndose loca», declaraba entre risas.

Mientras, Gloria, vecina de toda la vida de Buñol, reconocía con entusiasmo el cambio que había dado la fiesta. «Ahora conocen mi pueblo en cualquier lugar del mundo. Para mí no hay mayor orgullo», aseguraba con una cara repleta de emoción.